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Juan Muñoz Martín
Fray Perico y su borrico
El fraile explicó a fray Perico que los melones nacían a ras del suelo y,
después de asirle de una oreja, le llevó al melonar y le señaló los hermosos
frutos que se escondían entre las matas.
-Caramba, se esconden como los topos. ¡Así, ya podía yo buscarlos!
El hortelano le ordenó tomar cuatro docenas y cargarlos en el serón que
llevaba Calcetín, y se fue a regar los tomates. Silba que te silba, fray Perico cargó
las cuatro docenas y subió camino del convento. Silba que te silba atizó al
borrico dos palos, pues era hora de comer y el burro no tenía ganas de trabajar a
pleno sol y cuesta arriba. Un par de coces y los melones saltaron por el aire y
echaron a rodar, cuesta abajo, camino del pueblo.
¡Qué saltos y tumbos daban por las peñas!
Fray Perico, por tomar todos no tomó ninguno. Parecían de goma, giraban,
botaban, volaban por el aire. Un rebaño de cabras que cruzaba por el sendero
echó a correr cuando vieron aquel alud que se les venía encima.
El pastor chillaba, los perros ladraban en pos de los zancajos de fray Perico,
que corría detrás de los melones fugitivos.
El tío Zanahorio subía con un carro de mies y se echó las manos a la cabeza.
Los melones pasaron por debajo del carro; detrás los perros, y al final fray
Perico, el cual llegaba desalado por encima del barranco que bordeaba el
camino. De un brinco cayó sobre el montón de mies apilado encima del carro.
Las mulas se espantaron y el vehículo se vino abajo con un ruido y una
confusión de mil diablos. Asomó la cabeza el fraile entre las doradas espigas, y
pudo ver cómo, allá a lo lejos, llegaban los melones a la plaza del pueblo, entre
los gritos de alegría de los vecinos, que recibieron aquel maná como llovido del
cielo, pues era ya la hora del postre.
Fray Perico subió avergonzado al convento, y los frailes ni siquiera le
saludaron de lo enfadados que estaban. Sobre todo fray Gaspar, el del tejar, al
que le gustaban mucho los melones desde pequeñito. El padre superior no dijo
ni pío; pero era el peor, pues se le puso una cara más larga que un ciprés.
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