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Juan Muñoz Martín
Fray Perico y su borrico
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Sopa de Letras
Ningún fraile estaba ocioso. Cuando daban las nueve, los monjes iban a la
biblioteca. Allí había libros de todas las clases: gordos, flacos, azules, amarillos.
Todos muy viejos. Todos llenos de polvo. Había uno que pesaba una tonelada;
para pasar las hojas tenían que emplearse dos frailes. Era la historia del
convento.
Fray Pirulero leía un libro de cocina.
Fray Ezequiel, la vida de las abejas.
Fray Pascual, la vida de las gallinas.
Fray Perico, como no sabía leer, se sentaba en un rincón a hojear los libros de
santos. El burro se sentaba a su lado.
Pero los frailes no podían leer tranquilos. Fray Perico no hacía más que
preguntar y preguntar.
Hasta que un día el padre Nicanor se hartó de oír pasar hojas y hojas a fray
Perico y dijo:
-¡Es una vergüenza que un fraile no sepa leer ni escribir!
-Es verdad -dijeron todos-. Hay que ver qué herejías suelta en el rezo y qué
letanías inventa. ¡Los santos se tapan los oídos cuando empieza!
-Desde mañana, que aprenda a leer con el padre Olegario -ordenó el
superior.
El padre Olegario se puso blanco como el papel, pero agachó resignado la
cabeza. Sabía lo cerrado de mollera que era fray Perico, incapaz de rezar el
Padrenuestro sin mezclarlo con el Credo y los Siete pecados capitales, la Salve y
el Yo pecador.
Fray Perico compró un lápiz y un sacapuntas, y fray Olegario le puso a hacer
palotes como si fuera un chiquillo. ¡Qué palotes! Parecían culebras y renacuajos.
¡Qué sietes! ¡Qué agujeros en el papel! El burro le ayudaba a veces borrando con
su áspera lengua los garabatos mal hechos, pues fray Perico no tenía goma.
Lo peor era leer. Fray Perico se armaba un lío tremendo entre la ele y la elle y
la uve doble y la sin doblar.
¡Qué paciencia la del pobre fraile, que tenía que dejar sus libros y
diccionarios para escuchar las barbaridades de fray Perico!
Para éste una efe no era una efe sino el padre Nicanor, el superior, que
sobresalía de entre todos por lo alto que era; la te era el martillo de fray
Sisebuto; la ge, el gato de fray Pirulero con el rabo torcido. Fray Olegario se
mesaba la barba y levantaba los brazos al cielo suplicando paciencia. Fray
Perico se golpeaba la cabeza contra la mesa, desconsolado:
-¡Es imposible! Hay tantas letras que jamás me las meteré en la cabeza...
Un día, fray Olegario, enfadado por esta cantinela, le preguntó:
-Pero, fray Perico, ¿cuántas letras hay?
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