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Juan Muñoz Martín
Fray Perico y su borrico
Además, ¡había tantas cosas donde poner el cariño y el amor de aquellos
veinte frailes barbudos y bondadosos! ¡Había tantas gallinas, patos, corderos,
hormigas, flores, plantas, árboles, que necesitaban su ayuda y atención! Y, sobre
todo, estaba el borrico, que con sus travesuras hacía las delicias de la
comunidad.
La vida, pues, siguió su curso. Los frailes siguieron levantándose antes de
salir el sol, y el día seguía desgranándose, monótono y pausado, como las
cuentas de un rosario.
A fray Perico le costaba sacar al burro de la cama. Ya en la capilla, los frailes
hacían sus largas oraciones arrullados como siempre por los ronquidos de fray
Perico.
Después salían los frailes de la capilla. Un tufillo a chocolate llegaba del
comedor. Calcetín salía corriendo, pero el cocinero tenía tapada la chocolatera.
Mientras rezaban, el borrico se comía los bizcochos de su vecino fray Sisebuto.
Fray Perico le ponía la servilleta a Calcetín y le llenaba la escudilla con cinco
cazos de chocolate. Después del desayuno, todo el convento se llenaba de
ruidos. Fray Sisebuto, el herrero, encendía la fragua. Machacaba en el yunque
con su enorme martillo: ¡tic, tac, tic, tac! Calcetín le ayudaba tirando del fuelle
de la fragua con los dientes.
Fray Gaspar, el del tejar, hacía tejas.
Fray Ezequiel cuidaba de las abejas.
Fray Bautista daba la lata en el órgano.
Fray Opas cepillaba con su garlopa.
Fray Jeremías cosía calcetines en la sastrería.
Fray Simplón se pillaba los dedos con el martillo.
Fray Pirulero pelaba patatas para el puchero.
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