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Juan Muñoz Martín
Fray Perico y su borrico
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El lobo
Los pastores estaban aterrados: un lobo grande y hambriento había llegado de
la sierra acosado por el hambre, atacaba a los ganados y se comía las ovejas, las
gallinas y todos los animales que encontraba.
Por la noche se le oía aullar, y los aldeanos se acurrucaban en la cama, con los
pelos de punta. Un guarda perdió al correr el sombrero y los zapatos, y el lobo
se los comió sin dejar más que los cordones.
Los frailes temían por Calcetín. Por la noche hacía uno guardia con una
estaca, en la puerta; por la mañana no le dejaban salir a la huerta y, si salía, iban
todos alrededor, cada uno con una escoba.
Así estaban las cosas cuando un buen día el lobo desapareció; ya no entraba
en los corrales, ya no se encontraba ninguna oveja despedazada, ya no había
rastros por la nieve. ¿Se habría muerto de frío?
Una tarde, fray Perico fue a vender cacharros al pueblo. Cuando volvía con
un jamón que le habían regalado, vio al lobo pillado en un cepo. Lanzaba unos
aullidos lastimeros, pero en la boca le asomaban unos colmillos horribles de
grandes y los ojos parecían dos carbones encendidos.
Tentado estuvo el fraile de echar a correr, pero pensó que los vecinos eran
muy rencorosos y matarían al lobo sin piedad cuando lo vieran indefenso.
Entonces le echó el jamón, y el lobo se lo comió en un santiamén, con hueso y
todo; después se relamió y abrió la boca por lo menos tres cuartas. «Tiene
hambre -pensó fray Perico-. Si lo suelto no le costaría mucho comernos al burro
y a mí sin dejar ni los huesos; pero tengo que soltarlo, pues si no, se morirá sin
remedio.»
De pronto se acordó de que llevaba en el bolsillo el rosario de San Francisco.
Lo sacó con mano temblorosa y rezó lo menos doscientos o trescientos rosarios,
pidiendo a San Francisco por el lobo. Muy despacio, muertecito de miedo, se
acercó al animal y le ató el hocico con el rosario de San Francisco. El lobo podía
haberle dado un mordisco, pero se estuvo quieto y apagó el fuego de sus ojos.
Alguna virtud extraña tenía aquel rosario.
El fraile abrió el cepo que aprisionaba las patas del lobo, le curó como pudo
las heridas con su pañuelo y le dijo:
-¿Te vienes al convento?
El lobo dudó un poco, pero siguió a fray Perico que, montado en el burro,
tomó la cuesta abajo. Unos leñadores, cuando vieron al lobo detrás de fray
Perico, tiraron las hachas y se subieron a un pino muy alto. El tío Carapatata, el
molinero, se metió en un saco de harina. El tío Pistolas, el cojo, tiró las muletas y
llegó más de prisa al pueblo que cuando tenía las dos piernas sanas.
Y fray Perico llegó al convento con el lobo detrás y corrió a la iglesia a dar las
gracias a San Francisco.
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