mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come
a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las
termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan
en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su
heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no
le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le
llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan
se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de
negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan él siempre podría
escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe,
ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su
historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre
y por eso admiramos su valor.
Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los
animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser
tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les
puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse
de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de
cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por
la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras
precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero
parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene
condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde
fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en
ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas..., en una palabra,
que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa
mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que
acabamos de hablar. Su programación natural hacía que Héctor sintiese necesidad de
protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su
ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer
Andrómaca —que le proporcionaba compañía placentera— y a su hijito, por el que
sentía lazos de apego biológico. Culturalmente se sentía parte de Troya y compartía
con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño
le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le
dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los
suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le ca