El evento inició e interrumpió el diálogo. Laura atendió la intervención del rector y después de eso recibió la instrucción de movilizarse hacía el aula donde recibiría la primera clase. El problema era que no sabía hacia donde debía ir. Por un momento se sintió abrumada, este no era su entorno habitual, no conocía la universidad; vio que ya no estaba en casa y que su mamá no la podría orientar como lo hacía cuando estaba en su pueblo natal. “Recuerda que no hay preguntas tontas, sino tontos que no preguntan” solía decirle ella en situaciones similares, así que se acercó a una funcionaria del lugar y averiguó cómo podía llegar al aula asignada.
Un trayecto en ascensor y varios pasos después llegó al salón al cual se dirigía. Allí ya se encontraban varias personas – aquellos que cinco años después estaban graduándose con ella –, al fondo vislumbró a alguien que se veía amable, por lo cual se sentó cerca. El docente de la clase se presentó y dijo unas palabras que todavía recuerda: “ahora están en la universidad, sé que el imaginario de muchos es que hay más libertad, pero en realidad el estudiante universitario no es más libre sino más autónomo y responsable de sus actos; por lo tanto, aprovechen la universidad no solo para adquirir conocimiento sino también para madurar y crecer como personas útiles para la sociedad”. Ese discurso caló hondo en ella y en su vecina de silla – lo supo pues más adelante, siendo amigas, fue uno de los tantos temas de conversación – porque aterrizó su idea de lo que significaba estar allí.
Cinco años después, al recordar ese primer día, evocó con nostalgia a esa niña que llegó a la universidad una mañana de febrero y que en ese momento se convertía en una mujer profesional.
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Figura 2. Archivo fotográfico Paula Muñoz