El Túnel
Ernesto Sábato
XXXVI
Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo
y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o
al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad
inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces
extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente
contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a
tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y
los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al
vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos
estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como
almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de
una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya
estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y
nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los
pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un
muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese
muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del
otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta
pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que
quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención
o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había
transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de
piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo
al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en
túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto
el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro.
Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida
agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y
fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas
ell