El Túnel
Ernesto Sábato
XXXV
Eran las seis de la tarde. Calculé que con el auto de Mapelli podía llegar en cuatro horas, de
modo que a las diez estaría allá. "Buena hora", pensé.
En cuanto salí al camino a Mar del Plata, lancé el auto a ciento treinta kilómetros y empecé a
sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto
con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo
podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente,
melancólicamente.
En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa, de odio y de amor:
había simulado una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al llamar por segunda vez a lo
de Allende y eso me amargaba. ¡ Ella, María, podía reírse con frivolidad, podía entregarse a ese
cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella!
Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un
lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras
y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras
miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente
querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese
sueño imposible. Por el otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella
corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo!
Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el camino real, para no llamar la
atención con el ruido del motor y caminé. El calor era insoportable, había una agobia-dora calma y
sólo se oía el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude
caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la
casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pensé que todavía estarían en el
comedor.
Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano.
Era natural que salieran después de comer. Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar
la salida de gente por la escalinata y esperé.
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