El Túnel
Ernesto Sábato
XXXVII
Después de este inmenso tiempo de mares y túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi
del brazo, sentí que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo.
Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de qué?", pensé con
amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había esperado, que
habría sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que
en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de
razonamientos, de imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede haber
agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en
ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente
del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la
hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que
ya habría hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro,
atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras.
¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría hablar María con ese infecto personaje?
¿Y en qué lenguaje?
¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en ese instante? ¿Y no sería
yo el imbécil, el ridículo hombre del túnel y de los mensajes secretos?
Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba ya sobre nosotros, negra, desgarrada
por los relámpagos y truenos. El pampero soplaba con fuerza y comenzaron las primeras gotas.
Tuvieron que correr a refugiarse en la casa. Mi corazón comenzó a latir con dolorosa violencia. Desde
mi escondite, entre los árboles, sentí que asistiría, por fin, a la revelación de un secreto abominable
pero muchas veces imaginado.
Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo
vi que se encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el
dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero en ser iluminado.
Ahora debía encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la
escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazón.
Pero la otra luz no se encendió.
¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí
como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis
señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la
vejez.
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