El Túnel
Ernesto Sábato
XXIX
Los días que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida. Me es
imposible hacer un relato preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien recuerdo con
increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me
aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo
el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estación
Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después
recuerdo vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 2 5 de Mayo o
quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas
botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza
en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un oficial que me decía algo y después
me veo caminando nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré nuevamente a
un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las
que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la
oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que
corriera no podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las
primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí,
vestido, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer
algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven
emerger después de una gran inundación: María en el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la
estación Allende, un almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La estancia,
María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Hunter mirándome
torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando
una botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo Tchékhov, una mujer
inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el
cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos
de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita.
Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban
emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la
desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas.
Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir una carta a María.
Primero escribí que deseaba darle una explicación por mi fuga de la estancia (taché "fuga" y puse
"ida"). Agregué que apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché "por mí" y
puse "por mi persona"). Que comprendía que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos
puros, a pesar de que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas
pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin
hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse
"calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin comprender cómo era
posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí, al mismo
tiempo que se acostaba con Hunter. Con el agravante —agregué— de que también se acostaba con
el marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes
daba mucho que pensar, etcétera.
Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente.
La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada.
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