El Túnel
Ernesto Sábato
XXX
Apenas salí del correo advertí dos cosas: no había dicho en la carta por qué había inferido que
ella era amante de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan despiadadamente: ¿acaso
hacerla cambiar de manera de ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente
ridículo. ¿Hacerla correr hacia mí? No era creíble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexioné,
sin embargo, que en el fondo de mi alma sólo ansiaba que María volviese a mí. Pero, en este caso,
¿por qué no decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me había ido de la estancia porque
de pronto había advertido los celos de Hunter? A l fin de cuentas, mi conclusión de que ella era
amante de. Hunter, además de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso era una hipótesis,
que yo me podía formular con el único propósito de orientar mis investigaciones futuras.
Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi costumbre de escribir cartas muy
espontáneas y enviarlas en seguida. Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un
día hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias.
Quedaba un recurso desesperado, ¡ el recibo! Lo busqué en todos los bolsillos, pero no lo
encontré: lo habría arrojado estúpidamente, por ahí. Volví corriendo al correo, sin embargo, y me
puse en la fila de las certificadas. Cuando llegó mi turno, pregunté a la empleada, mientras hacía un
horrible e hipócrita esfuerzo para sonreír.
—¿No me reconoce?
La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que era loco. Para sacarla de su error, le
dije que era la persona que acababa de enviar una carta a la estancia Los Ombúes. El asombro de
aquella estúpida pareció aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo
que no alcanzaba a comprender, volvió su rostro hacia un compañero; me miró nuevamente a mí.
—Perdí el recibo —expliqué. No obtuve respuesta.
—Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo -agregué.
La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como dos compañeros de baraja.
Por fin, con el acento de alguien que está profundamente maravillado, me preguntó:
—¿Usted quiere que le devuelvan la carta?
—Así es.
—¿Y ni siquiera tiene el recibo?
Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante documento. El asombro de la mujer
había aumentado hasta el límite. Balbuceó algo que no entendí y volvió a mirar a su compañero.
—Quiere que le devuelvan una carta —tartamudeó. El otro sonrió con infinita estupidez, pero
con el propósito de querer mostrar viveza. La mujer me miró y me dijo:
—Es completamente imposible.
—Le puedo mostrar documentos —repliqué, sacando unos papeles.
—No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.
—El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de acuerdo con la lógica —exclamé con
violencia, mientras comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa mujer tenía en la mejilla.
—¿Usted conoce el reglamento? —me preguntó con sorna.
—No hay necesidad de conocerlo, señora —respondí fríamente, sabiendo que la palabra
señora debía herirla mortalmente.
Los ojos de la arpía brillaban ahora de indignación.
—Usted comprende, señora, que el reglamento no puede ser ilógico: tiene que haber sido
redactado por una persona normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a
pedir que me la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial, lo lógico es que se atienda mi
pedido. ¿ O es que el correo tiene empeño en hacer llegar cartas incompletas o equívocas? Es
perfectamente claro y razonable que el correo es un medio de comunicación, no un medio de
compulsión : el correo no puede obligar a mandar una carta si yo no quiero.
—Pero usted lo quiso —respondió.
—¡Sí! —grité—, ¡pero le vuelvo a repetir que ahora no lo quiero!
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