El Túnel
Ernesto Sábato
VII
"¿En la oficina?", me pregunté de pronto en voz alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se
me aflojaban de nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina? ¿Acaso sólo entra en
una oficina la gente que trabaja allí? La idea de perderla por varios meses más, o quizá para
siempre, me produjo un vértigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corrí como un
desesperado; pronto me encontré en la puerta de la Compañía T. y ella no se veía por ningún lado.
¿Habría tomado ya el ascensor? Pensé interrogar al ascensorista, pero ¿cómo preguntarle? Podían
haber subido ya muchas mujeres y tendría entonces que especificar detalles: ¿qué pensaría el
ascensorista? Caminé un rato por la vereda, indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el
frente del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga esperanza de ver asomarse a la
muchacha por una ventana?. Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme
señas o cosas por el estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía:
COMPAÑÍA T.
Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este cálculo aumentó mi
malestar. Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde,
con tranquilidad. Por el momento no vi otra solución. que entrar. Enérgicamente, penetré en el edificio
y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo
tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor
se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola palabra. Claro que, en
ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de
haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho
semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista
de no pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario:
lo corriente es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno
sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo.
Pero como yo no tenía ninguna relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese
hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más mínima complicación. El hecho de
que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido.
Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como había previsto, sin
ninguna dificultad; alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó
mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando dije
"octavo", pero sólo podría haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo
perseguía en ese momento.
Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la
situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo
todavía caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui
hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el
ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las
escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un
cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era bastante
absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que no había
pasado nada en absoluto. En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que
trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía
ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. "Claro que —pensé— si ha entrado por una
gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó
nuevamente y decidí esperar al pie del edificio.
Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se
presentaban:
1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando.
2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una
vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar.
3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida.
"De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres posibilidades."
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