El tren del desamparo - Eduardo Rojo Diez | Page 18

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sirvió el vino sin rechistar . En los ojos de los tres impetuosos clientes vio el brillo excitado que exhibían los cazadores cuando se cobraban una pieza . De sus medias frases y sus risas nerviosas dedujo que algo gordo había acontecido , pero la prudencia le aconsejó no meterse en la conversación y les dejó bebiendo a su aire ; se introdujo al resguardo de la intimidad de la cocina .
—¿ Estás seguro de que no nos va a pasar nada ? – preguntó preocupado Gervasio a Antúnez .
— Tenemos inmunidad . ¿ No has oído a don Zoilo ? Recuerda que el patrón nos ha dicho que puede que incluso nos den una condecoración si limpiamos el pueblo de malas hierbas – señaló ufano Antúnez . — Pero antes deberemos ganar la guerra ... – terció Valentín . —¿ Acaso lo dudas ? Si son una panda de muertos de hambre y unos degenerados ... ¡ Están vencidos de antemano ! – bramó Antúnez , al que la elevada graduación alcohólica del caldo le producía euforia .
Ya se había corrido la voz de que habían abatido a Serafín Montenegro como a un jabalí , en el puente de la Horadada , y que habían tirado su cadáver al río , como al de un apestado . ¿ Qué había ocurrido con el hijo ? Los vecinos del pueblo tenían esperanzas de que siguiera con vida . Los miembros de la banda de don Zoilo no habían alardeado , al menos , de haber matado al niño . Su lengua , desatada por el vino de la taberna de Gaudencio y por su remordida conciencia , únicamente se vanaglorió de haber acabado con un « cabrón anarquista ». Todos estaban a las órdenes de don Zoilo , que era el director de la resinera , tanto en las andanzas al margen de la ley como en la fábrica . Jaime Antúnez era el encargado , su mano derecha , el que conducía con puño de hierro el proceso de producción , el que apretaba las tuercas a los obreros y a los resineros . Tenía una merecida fama