16 Eduardo Rojo Díez
chico en busca de las casas y de aire que levitara libre por encima de sus inquietas cabezas . Se instalaron en una casa honda , estrecha y elevada de la calle Barruso , de tres pisos de distintas e irregulares alturas , donde vivía un primo suyo , resinero emigrado , Bonifacio Lacuadra Montenegro , y donde Serafín había alquilado una habitación para los tres . Y volvió a sentir cómo el rumor cansino y familiar del agua que caía lejana de un caño le ayudó a conciliar el sueño esa primera noche lejos de su hogar . « Año de 1913 . Siendo alcalde D . Félix Gómez », leyó a la mañana siguiente en la inscripción que coronaba la fuente y que le permitió enterarse del nombre del responsable de que hubiera dormido arrullado por el susurro interminable del agua al caer sobre el chafariz .
Aquí se acabaron los recuerdos . Dicen que antes de morir la existencia al completo pasa a velocidad de vértigo por la mente de uno , como un relámpago en la noche oscura , pero el tiro que recibió en la cabeza fue certero , ejecutado por quien está acostumbrado a disparar un arma , y a Serafín no le dio tiempo a más repasos ni nostalgias . Su tránsito fue tan fugaz que no duró ni siquiera un mísero instante , intenso e inconstante , de aquel malhadado 18 de julio .
—¡ Gaudencio ! – clamó Antúnez , dando una sonora palmada en el mostrador –. Escancia vino en una frasca , de las de azumbre , que esta tarde tenemos motivos sobrados para celebrar .
El bar estaba vacío , sin parroquianos todavía . Recostada sobre la fachada , flanqueando la entrada , una piedra de considerables dimensiones con vetas de tono magenta , escuadrada a la perfección , servía de bancada . A su lado , en una oxidada maceta de hojalata , crecía un vistoso geranio rojo , que cada temporada brotaba del esqueje de su antecesor . Nada más sobrepasar el