12 Eduardo Rojo Díez
a mujeriegas y con las manos muy juntas apoyadas en el centro del manillar . Se sentía incómodo porque la carretera del desfiladero estaba llena de baches , pero los soportaba sin quejas porque su padre le había prometido que echarían unos reteles en un recodo donde los cangrejos se concentraban al atardecer , como se encaminan los elefantes viejos a los cementerios cuando intuyen que ha llegado su hora .
Se acercaban a ese paraíso de crustáceos y , al doblar la cerrada curva recostada en una gigantesca roca horadada , se toparon de frente con cuatro individuos que les esperaban en el puente de piedra , de un único pero abierto y tendido arco . Uno de ellos iba armado , con la escopeta agarrada con las dos manos y cruzada sobre su pecho , con una ligera inclinación hacia adelante , en posición de alerta . Con el puño , Serafín le dio al niño un golpe instintivo en la espalda , que se dejó resbalar sobre la barra y a trompicones alcanzó la cuneta . Y , consciente del peligro , desapareció entre los bojes y los peñascos de la ladera situada junto al río .
Desde su escondite , Quirce avizoró cómo el hombre alto y con bigote corrió al encuentro de su padre , que seguía a horcajadas sobre su pesada bicicleta . El agresor le apuntó durante un instante imperceptible , con el gesto crispado , supurando odio , y le descerrajó un tiro . Lo hizo desde tan cerca , a bocajarro , que la sangre brotó de su padre como la gaseosa agitada y aprisionada en una botella . Manchó al tirador , que se restregó con asco los ojos con el dorso de la mano izquierda y después sacudió su sombrero dándole unos golpes en la rodilla , con cuidado de no ensuciarse también la pernera . Los otros tres acompañantes cogieron el cadáver de su padre . Uno lo agarró de las manos , otro de los pies y el tercero por la hebilla del cinturón . Lo levantaron con dificultad en el aire , lo balancearon con torpeza y lo tiraron