democracia y del derecho aprovecharon esa coyuntura para apoderarse de las palancas del poder. La misión de revivir los ideales de Galán implica un compromiso que a su vez impone especiales responsabilidades. No se puede ser leal a la memoria del mártir, sólo de palabra. Para serlo verdaderamente, es indispensable que el comportamiento político sea coherente con lo que se dice. Y que en ese campo no haya transacciones. No se puede ser honesto a medias. La conducta ceñida a los principios morales rechaza la penumbra. Ésta, lo mismo que las sombras, son el ambiente propicio para que medren la antidemocracia y la deshonestidad.
Colombia necesita el imperio de las ideas galanistas. De otra manera, nuestro país no podrá llegar a ser una verdadera democracia. Abrazar los ideales galanistas es lo mismo que enrolarse en las filas de quienes, prestos a dar la batalla por la recuperación moral de la vida nacional, están dispuestos, en ese empeño, como el líder desaparecido, a no dar ni un paso atrás, sino a marchar siempre adelante, sin importar los riesgos personales que se deban correr.
El otro gran impulsor de esas ideas, Rodrigo Lara Bonilla, como ministro de Justicia, libró las más duras luchas en contra de las organizaciones criminales que manejaban, y aún manejan, el negocio ilícito del narcotráfico. Pero lo que más lo enardecía era la infiltración del dinero proveniente de esa actividad criminal en los partidos políticos y, prácticamente, en todos los campos de la vida nacional. Tanto los políticos, beneficiarios de esos dineros manchados de sangre, como los propios narcotraficantes, veían en él un obstáculo para el mantenimiento de su infame negocio. Por eso, se planeó y se consumó su asesinato.
Lara fue, sobre todo, un hombre de carácter y de convicciones firmes. Sacrificó su vida por lealtad a sus principios y por honestidad consigo mismo y con el país. No quiso contemporizar con los delincuentes ni con los deshonestos que le tendieron una trampa para luego asesinarlo. La complacencia con unos y con otros, en los tiempos que le tocó vivir, era una práctica común que, por desgracia, todavía perdura. Le asqueaba ese comportamiento, propio de políticos claudicantes.
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