Instintivamente se apartaron también los muchachos; el silencio del bosque era casi
total. Escucharon con atención, pero el único sonido perceptible era el zumbido de las
moscas sobre el montón de tripas. Jack habló en un murmullo:
- Levantad el cerdo.
Maurice y Robert ensartaron la res en una lanza, levantaron aquel peso muerto y, ya
listos, aguardaron En aquel silencio, de pie sobre la sangre seca, cobraron un aspecto
furtivo.
Jack les habló en voz muy alta.
- Esta cabeza es para la fiera. Es un regalo.
El silencio aceptó la ofrenda y ellos se sintieron sobrecogidos de temor y respeto. Allí
quedó la cabeza, con una mirada sombría, una leve sonrisa, oscureciéndose la sangre
entre los dientes. De improviso, todos a la vez, salieron corriendo a través del bosque,
hacia la playa abierta.
Simón, como una pequeña imagen bronceada, oculto por las hojas, permaneció donde
estaba. Incluso al cerrar los ojos se le aparecía la cabeza del jabalí como una reimpresión
en su retina. Aquellos ojos entreabiertos estaban ensombrecidos por el infinito
escepticismo del mundo de los adultos. Le aseguraban a Simón que todas las cosas
acababan mal.
- Ya lo sé.
Simón se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Abrió los ojos rápidamente a la
extraña luz del día y volvió a ver la cabeza con su mueca de regocijo, ignorante de las
moscas, del montón de tripas, e incluso de su propia situación indigna, clavada en un
palo.
Se mojó los labios secos y miró hacia otro lado.
Un regalo, una ofrenda para la fiera. ¿No vendría la fiera a recogerla? La cabeza,
pensó él, parecía estar de acuerdo. Sal corriendo, le dijo la cabeza en silencio, vuelve con
los demás. Todo fue una broma... ¿por qué te vas a preocupar? Te equivocaste; no es
más que eso. Un ligero dolor de cabeza, quizá te sentó mal algo que comiste. Vuélvete,
hijo, decía en silencio la cabeza.
Simón alzó los ojos, sintiendo el peso de su melena empapada, y contempló el cielo.
Por una vez estaba cubierto de nubes, enormes torreones de tonos grises, marfileños y
cobrizos que parecían brotar de la propia isla. Pesaban sobre la tierra, destilando, minuto
tras minuto, aquel opresivo y angustioso calor. Hasta las mariposas abandonaron el
espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba.
Simón bajó la cabeza, con los ojos muy cerrados y cubiertos, luego, con una mano. No
había sombra bajo los árboles; sólo una quietud de nácar que lo cubría todo y
transformaba las cosas reales en ilusorias e indefinidas. El montón de tripas era un
borbollón de moscas que zumbaban como una sierra. Al cabo de un rato, las moscas
encontraron a Simón. Atiborradas, se posaron junto a los arroyuelos de sudor de su rostro
y bebieron. Le hacían cosquillas en la nariz y jugaban a dar saltos sobre sus muslos. Eran
de color negro y verde iridiscente, e infinitas. Frente a Simón, el Señor de las Moscas
pendía de la estaca y sonreía en una mueca. Por fin se dio Simón por vencido y abrió los
ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombríos, la sangre... y su mirada quedó cautiva
del antiguo e inevitable encuentro. El pulso de la sien derecha de Simón empezó a latirle.
Ralph y Piggy, tumbados en la arena, contemplaban el fuego y arrojaban
perezosamente piedrecillas al centro de la hoguera, limpia de humo.
- Esa rama se ha consumido.
- ¿Dónde están Samyeric?
- Debíamos traer más leña. No nos quedan ramas verdes.
Ralph suspiró y se levantó. No había sombras bajo las palmeras de la plataforma; tan
sólo aquella extraña luz que parecía llegar de todas partes a la vez. En lo alto, entre las
macizas nubes, los truenos se disparaban como cañonazos.