EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 63

Ralph volvió las manos para examinarlas. Se había mordido las uñas hasta lo vivo, aunque no recordaba en qué momento había vuelto a aquel hábito, ni cuándo lo hacía. - Voy a acabar chupándome el dedo si sigo así... Miró en torno suyo furtivamente. No parecía haberle oído nadie. Los cazadores estaban sentados, atracándose de aquel fácil manjar y tratando de convencerse a sí mismos de que los plátanos y aquella otra fruta gelatinosa color de aceituna les dejaba satisfechos. Utilizando como modelo el recuerdo de su propia persona cuando estaba limpia, Ralph les observó de arriba a abajo. Estaban sucios, pero no con esa suciedad espectacular de los chicos que se han caído en el barro o se han visto sorprendidos por un fuerte aguacero. Ninguno de ellos se veía en aparente necesidad de una ducha, y sin embargo... el pelo demasiado largo, enmarañado aquí y allá, enredado alrededor de una hoja muerta o una ramilla; las caras bastante limpias, por la acción continuada de comer y sudar, pero marcadas en los ángulos menos accesibles por ciertas sombras; la ropa desgastada, tiesa por el sudor, como la suya propia, que llevaba puesta no por decoro o comodidad, sino por costumbre; la piel del cuerpo, costrosa por el salitre... Descubrió, con ligero desánimo, que ésas eran las características que ahora le parecían normales y que no le molestaban. Suspiró y arrojó lejos el tallo del que había desprendido los frutos. Ya iban desapareciendo los cazadores, para atender a sus actividades, en el bosque o abajo, en las rocas. Dio media vuelta para mirar del lado del mar. Allí, al otro lado de la isla, la vista era completamente distinta. Los encantamientos nebulosos del espejismo no podían soportar el agua fría del océano, y el horizonte recortado se destacaba limpio y azul. Ralph caminó distraído hasta las rocas. Desde allí abajo, casi al mismo nivel del mar, era posible seguir con la vista el incesante y combado paso de las olas marinas profundas, cuya anchura era de varios kilómetros y en nada se parecían a las rompientes ni a las crestas de aguas poco profundas. Pasaban a lo largo de la isla con aire de ignorarla, absortas en otros asuntos; no era tanto una sucesión como un portentoso subir y bajar del océano entero. Ahora, en su descenso, el mar succionaba el aire de la orilla formando cascadas y cataratas; se hundía tras las rocas y dejaba aplastadas las algas como si fuesen cabellos resplandecientes; después, tras una breve pausa, reunía todas sus fuerzas y se alzaba con un rugido para lanzarse irresistible sobre picos y crestas, escalaba el pequeño acantilado y, por último, enviaba a lo largo de una hendidura un brazo de rompiente que venía a morir, a no más de un metro de él, en dedos de espuma. Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del carácter distante del mar le embotó la mente. Después, poco a poco, la dimensión casi infinita de aquellas aguas le forzó a fijarse en ellas. Aquí estaba la barrera, la divisoria. En el otro lado de la isla, envuelto al mediodía por los efectos del espejismo, protegido por el escudo de la tranquila laguna, se podía soñar con el rescate; pero aquí, enfrentado con la brutal obcecación del océano y tantos kilómetros de separación, uno se sentía atrapado, se sentía indefenso, se sentía condenado, se sentía... Simón le estaba hablando casi al oído. Ralph se encontró asido con ambas manos, dolorosamente, a una roca; sintió su cuerpo arqueado, los músculos tensos, la boca entreabierta y rígida. - Ya volverás a tu casa. Simón asentía con la cabeza al hablar. Con una pierna arrodillada, le miraba desde una roca más alta, en la que se apoyaba con ambas manos; avanzaba la otra pierna hasta el nivel donde se encontraba Ralph. Ralph, desconcertado, buscaba algún signo en el rostro de Simón. - Es que es tan grande... Simón asintió. - De todos modos, volverás; seguro. Por lo menos, eso pienso. El cuerpo de Ralph había perdido algo de su tensión. Miró hacia el mar y luego sonrió amargamente a Simón. - ¿Es que tienes un barco en el bolsillo? Simón sonrió y sacudió la cabeza. - Entonces, ¿cómo lo sabes?