se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua
ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado.
- ¡Quietos! ¡Quietos!
Su voz produjo el silencio de los demás.
- Humo.
Una cosa extraña le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente,
como el ala de un murciélago enturbiando su pensamiento.
- Humo.
De pronto, le volvieron las ideas y la ira.
- Necesitamos humo. Y vosotros os ponéis a perder el tiempo rodando piedras. Roger
gritó:
- Tenemos tiempo de sobra. Ralph movió la cabeza.
- Hay que ir a la montaña.
Estalló un griterío. Algunos de los muchachos querían regresar a la playa. Otros
querían rodar más piedras. El sol brillaba y el peligro se había disipado con la oscuridad.
- Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guía otra vez. Tú ya has estado allí.
- Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta. Bill se acercó a Ralph.
- ¿Por qué no nos podemos quedar aquí un rato?
- Eso.
- Vamos a hacer una fortaleza...
- Aquí no hay comida - dijo Ralph - ni refugios. Y poca agua dulce.
- Esto sería una fortaleza fantástica.
- Podemos rodar piedras...
- Hasta el puente...
- ¡Digo que vamos a seguir! - gritó Ralph enfurecido -. Tenemos que estar seguros.
Ahora vamonos.
- Era mejor quedarnos aquí.
- Vamonos al refugio...
- Estoy cansado...
- ¡No!
Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle.
- Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿Es que no veis la montaña? No hay
ninguna señal. Puede haber un barco allá afuera. ¿Es que estáis todos chiflados?
Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí.
Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente.
La trocha de los cerdos se extendía junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua
en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno
lograba cerrar los oídos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su
hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrío y nunca
hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabía entonces la posibilidad de
olvidarse de la fiera y soñar por un rato. El sol había pasado ya la vertical del cielo y el
calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los
frutales el grupo entero se detuvo para comer.
Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel día. Tiró de su
camisa gris con repugnancia y pensó si podría aventurarse a lavarla. Sentado bajo el
peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo
personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo - se echó hacia atrás la maraña -
, para cortarse aquel asqueroso pelo a un centímetro, como antes. Quisiera tomar un
baño, un verdadero baño, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para
comprobar su estado y decidió que también le vendría bien un cepillo de dientes. Y luego,
las uñas...