EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 38

- No veo ningún humo - dijo Piggy con incredulidad -. No veo ningún humo, Ralph, ¿dónde está? Ralph no dijo nada. Mantenía ahora sus dos puños sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo. - Ralph... ¿dónde está el barco? Simón permanecía cerca, mirando alternativamente a Ralph y al horizonte. Los pantalones de Maurice se abrieron con un quejido y cayeron hechos pedazos; los abandonó allí, corrió hacia el bosque, pero retrocedió. El humo era un diminuto nudo en el horizonte, que iba deshaciéndose poco a poco. Debajo del humo se veía un punto que podría ser una chimenea. Ralph palideció mientras se decía a sí mismo: - Van a ver nuestro humo. Piggy por fin acertó con la dirección exacta. - No parece gran cosa. Dio la vuelta y alzó los ojos hacia la montaña. Ralph siguió contemplando el barco como si quisiera devorarlo con la mirada. El color volvía a su rostro. Simón, silencioso, seguía a su lado. - Ya sé que no veo muy bien - dijo Piggy -, pero ¿nos queda algo de humo? Ralph se movió impaciente, sus ojos clavados aún en el barco. - El humo de la montaña. Maurice llegó corriendo y miró al mar. Simon y Piggy miraban, ambos, hacia la montaña. Piggy fruncía el rostro para concentrar la mirada, pero Simón lanzó un grito como si algo le hubiese herido. - ¡Ralph! ¡Ralph! El tono de la llamada hizo girar a Ralph en la arena. - Dímelo tú - dijo Piggy lleno de ansiedad -: ¿Tenemos alguna señal? Ralph volvió a mirar el humo que iba dispersándose en el horizonte y luego hacia la montaña. - ¡Ralph..., por favor! ¿Tenemos alguna señal? Simón alargó el brazo tímidamente para alcanzar a Ralph; pero Ralph echó a correr, salpicando el agua del extremo menos hondo de la poza, a través de la blanca y cálida arena y bajo las palmeras. Pronto se encontró forcejando con la maleza que comenzaba ya a cubrir la desgarradura del terreno. Simón corrió tras él; después Maurice. Piggy gritaba: - ¡Ralph! ¡Por fav or..., Ralph! Empezó a correr también, tropezando con los pantalones abandonados de Maurice antes de lograr cruzar la terraza. Detrás de los cuatro muchachos el humo se movía suavemente a lo largo del horizonte; en la playa, Henry y Johnny arrojaban arena a Percival, que volvía a lloriquear, ignorantes los tres por completo de la excitación desencadenada. Cuando Ralph alcanzó el extremo más alejado del desgarrón ya había gastado en insultos buena parte del necesario aliento. Desesperado, violentaba de tal manera contra las ásperas trepadoras su cuerpo desnudo, que la sangre empezó a resbalar por él. Se detuvo al llegar a la empinada cuesta de la montaña. Maurice se hallaba tan sólo a unos cuantos metros detrás. - ¡Las gafas de Piggy! - gritó Ralph -. Si el fuego se ha apagado las vamos a necesitar... Dejó de gritar y se movió indeciso. Piggy subía trabajosamente por la playa y apenas podía vérsele. Ralph contempló el horizonte, luego la montaña. ¿Sería mejor ir por las gafas de Piggy o se habría ya ido el barco para entonces? Y si seguía escalando, ¿qué pasaría si no había ningún fuego encendido y tenía que quedarse viendo cómo se