Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado
por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único
muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la
cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su
cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a
punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo.
- He estado pensado - dijo - en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer
con un palo en la arena, y luego...
El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado
duro. Se limitó a dar unos pasos.
- Y un avión y un televisor - dijo Ralph con amargura - y una máquina de vapor. Piggy
negó con la cabeza.
- Para eso se necesita mucho metal - dijo -, y no tenemos nada de metal. Pero sí que
tenemos un palo.
Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus
ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el
pelo, aunque se hiciese sin querer.
Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se
había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de
los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su
gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver
que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja.
- Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así
sabríamos la hora que es.
- Pues sí que nos ayudaría eso mucho.
- Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos.
- Anda, cierra la boca.
De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que
Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de
tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó:
- ¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga!
Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De
todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día,
molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las
verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle
bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo
de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo
como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio
media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con
tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte.
Se levantó de un salto repentino y gritó:
- ¡Humo! ¡Humo!
Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua.
Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la
plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí
trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier
eventualidad.
Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente
cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los
pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas
piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía.