EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 28

desencadenó una sucesión de ecos que parecían venir del abismo de los tiempos. Jack no pudo evitar un estremecimiento ante aquel grito, y su respiración, sorprendida, sonó como un gemido; por un momento dejó de ser cazador para convertirse en un ser furtivo, como un simio entre la maraña de árboles. El sendero y el fracaso volvieron a reclamarle y rastreó ansiosamente el terreno. Junto a un gran árbol, de cuyo tronco gris surgían flores de un color pálido, se detuvo una vez más, cerró los ojos e inhaló de nuevo el aire cálido; pero esta vez, entrecortada la respiración y casi lívido, hubo de esperar unos instantes hasta recuperar la animación de la sangre. Pasó como una sombra bajo la oscuridad del árbol y se inclinó, observando el trillado terreno a sus pies. Las deyecciones aún estaban cálidas; amontonadas sobre la tierra revuelta. Eran blandas, de un color verde aceitunado y desprendían vapor. Jack alzó la cabeza y se quedó observando la masa impenetrable de trepadoras que se atravesaban en la senda. Levantó la lanza y se arrastró hacia adelante. Pasadas las trepadoras, la senda venía a unirse a un paso que por su anchura y lo trillado era ya un verdadero camino. Las frecuentes pisadas habían endurecido el suelo y Jack, al ponerse de pie, oyó que algo se movía. Giró el brazo derecho hacia atrás y lanzó el arma con todas sus fuerzas. Del camino llegó un fuerte y rápido patear de pezuñas, un sonido de castañuelas; seductor, enloquecedor: era la promesa de carne. Saltó fuera de la maleza y se precipitó hacia su lanza. El ritmo de las pisadas de los cerdos fue apagándose en la lejanía. Jack se quedó allí parado, empapado en sudor, manchado de barro oscuro y sucio por las vicisitudes de todo un día de caza. Maldiciendo, se apartó del sendero y se abrió paso hasta llegar al lugar donde el bosque empezaba a aclarar y desde donde se veían coronas de palmeras plumosas y árboles de un gris claro, que sucedían a los desnudos troncos y el oscuro techo del interior. Tras los troncos grises se hallaba el resplandor del mar y se oían voces. Ralph estaba junto a un precario armazón de tallos y hojas de palmeras, un tosco refugio, de cara a la laguna, que parecía a punto de derrumbarse. No advirtió que Jack le hablaba. - ¿Tienes un poco de agua? Ralph apartó la mirada, fruncido el ceño, del amasijo de palmas.