EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 27

- ¿Cómo iba a saberlo con todos esos pequeños corriendo de un lado a otro como insectos? Y cuando volvisteis vosotros tres, en cuanto dijiste «hacer una hoguera», todos se largaron y no pude... - ¡Ya basta! - dijo Ralph con dureza, y le arrebató la caracola. - Si no lo has hecho, pues no lo has hecho. -...luego subís aquí y me birláis las gafas. Jack se volvió hacia él. - ¡A callar! -...y esos pequeños andaban por ahí, donde está el fuego. ¿Cómo sabéis que no están por ahí todavía? Piggy se levantó y señaló al humo y las llamas. Se alzó entre los muchachos un murmullo que fue apagándose poco a poco. Algo raro le ocurría a Piggy porque apenas podía respirar. - Aquel peque - jadeó Piggy -, el de la mancha en la cara; no le veo. ¿Dónde está? El grupo estaba tan callado como la muerte. - El que hablaba de las serpientes. Estaba allí abajo... Un árbol estalló en el fuego como una bomba. Las trepadoras, como largas mechas, se alzaron por un momento ante la vista, agonizaron y volvieron a caer. Los muchachos más pequeños gritaron: - ¡Serpientes! ¡Serpientes! ¡Mira las serpientes! Al oeste, olvidado, el sol yacía a unos centímetros tan sólo sobre el mar. Los rostros estaban iluminados de rojo desde abajo. Piggy tropezó en una roca y a ella se agarró con ambas manos. - El chico con la mancha en la... cara... ¿dónde está... ahora? Yo no le veo. Los muchachos se miraron unos a otros atemorizados, incrédulos. -...¿dónde está ahora? Ralph murmuró la respuesta como avergonzado: - A lo mejor volvió hacia el... el... Abajo, en el lado hostil de la montaña, seguía el redoble de tambores. Jack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar. Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo. Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bastante más larga que cuando cayeron sobre la isla, tenía ahora un tono más claro, y su espalda, desnuda, era un manchón de pecas oscuras y quemaduras del sol despellejadas. Con su mano derecha asía un palo de más de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no llevaba más ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su cuchillo. Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando información en la corriente de aire cálido. Estaban inmóviles, él y el bosque. Por fin expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul brillante, y ahora parecían a punto de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la lengua por los labios secos y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque. Después volvió a deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso. El silencio del bosque era aún más abrumador que el calor, y a aquella hora del día ni siquiera se oía el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pájaro; su grito agudo