- ¿Cómo iba a saberlo con todos esos pequeños corriendo de un lado a otro como
insectos? Y cuando volvisteis vosotros tres, en cuanto dijiste «hacer una hoguera», todos
se largaron y no pude...
- ¡Ya basta! - dijo Ralph con dureza, y le arrebató la caracola.
- Si no lo has hecho, pues no lo has hecho.
-...luego subís aquí y me birláis las gafas. Jack se volvió hacia él.
- ¡A callar!
-...y esos pequeños andaban por ahí, donde está el fuego. ¿Cómo sabéis que no están
por ahí todavía?
Piggy se levantó y señaló al humo y las llamas. Se alzó entre los muchachos un
murmullo que fue apagándose poco a poco. Algo raro le ocurría a Piggy porque apenas
podía respirar.
- Aquel peque - jadeó Piggy -, el de la mancha en la cara; no le veo. ¿Dónde está?
El grupo estaba tan callado como la muerte.
- El que hablaba de las serpientes. Estaba allí abajo... Un árbol estalló en el fuego
como una bomba. Las trepadoras, como largas mechas, se alzaron por un momento ante
la vista, agonizaron y volvieron a caer. Los muchachos más pequeños gritaron:
- ¡Serpientes! ¡Serpientes! ¡Mira las serpientes!
Al oeste, olvidado, el sol yacía a unos centímetros tan sólo sobre el mar. Los rostros
estaban iluminados de rojo desde abajo.
Piggy tropezó en una roca y a ella se agarró con ambas manos.
- El chico con la mancha en la... cara... ¿dónde está... ahora? Yo no le veo.
Los muchachos se miraron unos a otros atemorizados, incrédulos.
-...¿dónde está ahora?
Ralph murmuró la respuesta como avergonzado:
- A lo mejor volvió hacia el... el... Abajo, en el lado hostil de la montaña, seguía el
redoble de tambores.
Jack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado
para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los
troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde
crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero
indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media
pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar.
Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad,
avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un
zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando
los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo.
Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la
mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bastante
más larga que cuando cayeron sobre la isla, tenía ahora un tono más claro, y su espalda,
desnuda, era un manchón de pecas oscuras y quemaduras del sol despellejadas. Con su
mano derecha asía un palo de más de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no
llevaba más ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su
cuchillo. Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando
información en la corriente de aire cálido. Estaban inmóviles, él y el bosque.
Por fin expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul
brillante, y ahora parecían a punto de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la
lengua por los labios secos y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque.
Después volvió a deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso.
El silencio del bosque era aún más abrumador que el calor, y a aquella hora del día ni
siquiera se oía el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio
Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pájaro; su grito agudo