Encontraron un jabato atrapado en una maraña de lianas, debatiéndose entre las
elásticas ramas en la locura de su angustiado terror. Lanzaba un sonido agudo, afilado
como una aguja, insistente. Los tres muchachos avanzaron corriendo y Jack blandió de
nuevo su navaja. Alzó un brazo al aire. Se hizo un silencio, una pausa; el animal continuó
gruñendo, siguieron agitándose las lianas y la navaja brillando al extremo de un brazo
huesudo. La pausa sirvió tan sólo para que los tres comprendieran la enormidad que sería
la caída del golpe. En ese momento, el jabato se libró de las ramas y se escabulló en la
maleza. Se quedaron mirándose y contemplaron el lugar del terror.
El rostro de Jack estaba blanco bajo las pecas. Advirtió que aún sostenía la navaja en
lo alto; bajó el brazo y guardó el arma en su funda. Rieron los tres algo avergonzados y
retrocedieron hasta alcanzar el camino abandonado.
- Estaba buscando un buen sitio - dijo Jack -; sólo esperé un momento para decidir
dónde clavarla.
- Los jabalíes se cazan con venablo - dijo Ralph con violencia -. Siempre se habla de
cazar el jabalí con venablo.
- Hay que cortarles el cuello para que les salga la sangre - dijo Jack -. Si no, no se
puede comer la carne.
- ¿Por qué no le has...?
Sabían muy bien por qué no lo había hecho: hubiese sido tremendo ver descender la
navaja y cortar carne viva; hubiese sido insoportable la visión de la sangre.
- Lo iba a hacer - dijo Jack.
Se había adelantado y no pudieron ver su cara.
- Estaba buscando un buen sitio. ¡La próxima vez...!
De un tirón sacó la navaja de su funda y la clavó en el tronco de un árbol. La próxima
vez no habría piedad. Se volvió y les miró con fiereza, retándoles a que le desmintiesen. A
poco salieron a la luz del sol y se entretuvieron algún tiempo en busca de frutos
comestibles, devorándolos mientras avanzaban por el desgarrón hacia la plataforma y la
reunión.
Cuando Ralph cesó de sonar la caracola, la plataforma estaba atestada, pero aquella
reunión era bastante diferente de la que había tenido lugar por la mañana. El sol
vespertino entraba oblicuo por el otro lado de la plataforma y la mayoría de los
muchachos, aunque demasiado tarde, al sentir el escozor del sol, se habían vestido; el
coro, menos compacto como grupo, había abandonado sus capas.
Ralph se sentó en un tronco caído, dando su costado izquierdo al sol. A su derecha se
encontraba casi todo el coro; a su izquierda, los chicos mayores, que antes de la
evacuación no se conocían; frente a él, los más pequeños se habían acurrucado en la
hierba.
Ahora, silencio. Ralph dejó la caracola marfileña y rosada sobre sus rodillas; una
repentina brisa esparció luz sobre la plataforma. No sabía qué hacer, si ponerse en pie o
permanecer sentado. Miró de reojo a la poza, que quedaba a su izquierda. Piggy estaba
sentado cerca, pero no ofrecía ayuda alguna.
Ralph carraspeó.
- Bien.
De pronto descubrió que le era difícil hablar con soltura y explicar lo que tenía que
decir. Se paso una mano por el rubio pelo y dijo:
- Estamos en una isla. Subimos hasta la cima de la montaña y hemos visto que hay
agua por todos lados. No vimos ninguna casa, ni fuego, ni huellas de pasos, ni barcos, ni
gente. Estamos en una isla desierta, sin nadie más.
Jack le interrumpió.
- Pero sigue haciendo falta un ejército... para cazar. Para cazar cerdos...
- Sí. Hay cerdos en esta isla.