EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 17

Los muchachos observaron todo aquello; después dirigieron la vista al mar. La tarde empezaba a declinar y desde el alto mirador ningún espejismo robaba al paisaje su nitidez. - Eso es un arrecife. Un arrecife de coral. Los he visto en fotos. El arrecife cercaba gran parte de la isla y se extendía paralelo a lo que los muchachos llamaron su playa, a una distancia de más de un kilómetro de ella. El coral semejaba blancos trazos hechos por un gigante que se hubiese encorvado para reproducir en el mar la fluida línea del contorno de la isla y, cansado, abandonara su obra sin acabarla. Dentro del agua multicolor, las rocas y las algas se veían como en un acuario; fuera, el azul oscuro del mar. Del arrecife se desprendían largas trenzas de espumas que la marea arrastraba consigo, y por un instante creyeron que el barco empezaba a ciar. Jack señaló hacia abajo. - Allí es donde aterrizamos. Más allá de los barrancos y los riscos podía verse la cicatriz en los árboles; allí estaban los troncos astillados y luego el desgarrón del terreno, dejando entre éste y el mar tan sólo una orla de palmeras. Allí estaba también, apuntando hacia la laguna, la plataforma, y cerca de ella se movían figuras que parecían insectos. Ralph trazó con la mano una línea en zig-zag que partía del área desnuda donde se encontraban, seguía una cuesta, después una hondonada, atravesaba un campo de flores y, tras un rodeo, descendía a la roca donde empezaba el desgarrón del terreno. - Esta es la manera más rápida de volver. Brillándoles los ojos, extasiados, triunfantes, saborearon el derecho de dominio. Se sintieron exaltados; se sintieron amigos. - No se ve el humo de ninguna aldea y tampoco hay barcos - dijo Ralph con seriedad -. Luego lo comprobaremos, pero creo que está desierta. - Buscaremos comida - dijo Jack entusiasmado -. Tendremos que cazar; atrapar algo... hasta que vengan por nosotros. Simón miró a los dos sin decir nada, pero asintiendo con la cabeza de tal forma que su melena negra saltaba de un lado a otro. Le brillaba el rostro. Ralph observó el otro lado, donde no había arrecife. - Ese lado tiene más cuesta - dijo Jack. Ralph formó un círculo con las manos. - Ese trozo de bosque, ahí abajo... lo sostiene la montaña. Todos los rincones de la montaña sostenían árboles; árboles y flores. En aquel momento el bosque empezó a palpitar, a agitarse, a rugir. El área de flores más cercanas fue sacudida por el viento y durante unos instantes la brisa llevó aire fresco a sus rostros. Ralph extendió los brazos. - Todo es nuestro. Gritaron, rieron y saltaron. - Tengo hambre. Al mencionar Simón su hambre, los otros se dieron cuenta de la suya. - Vamonos - dijo Ralph -. Ya hemos averiguado lo que queríamos saber. Bajaron a tropezones una cuesta rocosa, cruzaron entre flores y se hicieron camino bajo los árboles. Se detuvieron para ver los matorrales con curiosidad. Simón fue el primero en hablar. - Parecen cirios. Plantas de cirios. Capullos de cirios. Las plantas, que despedían un olor aromático, eran de un verde oscuro y sus numerosos capullos verdes, replegados para evitar la luz, brillaban como la cera. Jack cortó uno con la navaja y su olor se derramó sobre ellos. - Capullos de cirios. - No se pueden encender - dijo Ralph -. Parecen velas, eso es todo. - Velas verdes - dijo Jack con desprecio -; no se pueden comer. Venga, vamonos. Habían ¡legado al lugar donde comenzaba la espesa selva, y caminaban cansados por un sendero cuando oyeron ruidos - en realidad gruñidos - y duros golpes de pezuñas en un camino. A medida que avanzaban aumentaron los gruñidos hasta hacerse frenéticos.