escuchar los pesados pasos de un grupo de botas, los cuales se acompañaban por las cadenas típicas de los callejeros. Él no tuvo más remedio que cerrar la escotilla y taparla con el mueble con la mayor rapidez que el miedo le permitió.
- Ale, prometeme, pase lo que pase no saldrás de aquí. Prometeme.
- No, quiero que vengas conmigo o me quedo contigo. Sácame de aquí.
- Ale, por favor...
Repentinamente la puerta de la habitación se abrió con un estruendo que lo asustó. Nunca escuchó cuando entraron a la casa, lo habían agarrado por sorpresa. Solo podía pensar si se habrán dado cuenta que había alguien más con él. ¡La espada! no la tenía consigo. En el apuro de esconder a Ale la había olvidado. Tres siluetas se dibujaban en la sombra, tras la puerta. Podría con el más flaco pensó, pero los otros dos eran grandes. Su cabeza cabía fácilmente en la mano de uno de ellos. No le quedaba otra que la diplomacia, así su abuelo le había enseñado. “Siempre intenta usar las palabras antes que la espada”. En esta situación, la espada no era opción, así que más le valía que las palabras le funcionen.
-¿Quien eres tu y qué haces en nuestras tierras? - Le preguntó el más grande de los tres.
-Solo estoy de paso.
Los hombres entraron a la habitación. Mientras el más grande se plantó frente a él, los otros dos comenzaron a dar vueltas, explorando todas las esquinas, cada rincón. El hombre que tenía enfrente se le acercó.
- ¿Dónde está la mujer?
- No sé de qué mujer hablas.