Casi se le salen los ojos de las órbitas al llegar a su casa y encontrarse una mansión rodeada de jardines repletos
de plantas exóticas y hermosas fuentes de agua.
– Madre mía… ¡qué barbaridad! Esto es digno de un rey y no de un pobre pescador como yo.
Entró y el interior le pareció fastuoso: muebles de caoba, finísimos jarrones chinos, cortinas de terciopelo, vajillas
de plata… ¡Todo era tan deslumbrante que no sabía ni a dónde mirar!
Creía que lo había visto todo cuando su mujer apareció ataviada con un vestido de tul rosa, y enjoyada de
arriba abajo. No venía sola sino seguida de tres doncellas y tres lacayos.
– ¡Esto es increíble! ¡Jamás había visto una casa tan grande y tan bonita! ¡Y tú, querida, estás
impresionantemente guapa y elegante!… Imagino que ahora sí estarás satisfecha… ¡Hasta tenemos criados!
Con aires de emperatriz, la anciana contestó:
– ¡No, no es suficiente! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importante que sería capturar ese pez y tenerlo
siempre a nuestra disposición? Podríamos pedirle lo que nos diera la gana a cualquier hora del día o de la noche
¡Lo tendríamos todo al alcance de la mano!
¡La ambición de la mujer no tenía límites! Antes de que el pobre pescador dijera algo, sacó a relucir el plan que
había maquinado para hacerse con el pececito de oro.
– Atraparlo es difícil, así que lo mejor será ir por las buenas. Ve al mar y dile al pez de oro que quiero ser la reina
del mar.
– ¿Tú… reina del mar? ¿Para qué?
– ¡Que no te enteras de nada, zoquete! Todos los seres que viven en el mar han de obedecer a su reina sin
rechistar. Yo, como reina, le obligaría a vivir aquí.
– ¡Pero yo no puedo pedirle eso!
– ¡Claro que puedes, así que lárgate a la playa ahora mismo! O consigues el cargo de reina del mar para mí o no
vuelves a entrar en esta casa ¿Te queda claro?