¨El Misterio de Belicena Villca¨
– La cabeza no está rota – afirmó el Ampej diez minutos después – pero habrá que esperar unas horas para saber si no hay lesión en el cerebro. El brazo izquierdo está roto, hay que ponerle escayola; el derecho tiene el hueso sano pero la carne está muy lastimada.
– Mira Cerino – continuó el Ampej – no creo que esté grave pero hay que coserle la cabeza y el brazo, y darle desinflamatorios y antibióticos. Demasiado para mí que sólo arreglo huesos; te mandaré al chango menor que justo está de visita. Él es Doctor y lo atenderá mejor.
Una hora después llegaba el Dr. Palacios rezongando, pues debía viajar a Salta a las 5 Hrs. y lo habían despertado a la 1.
Se entregó de lleno a su tarea administrando varias inyecciones, cosiendo las heridas del brazo derecho y enyesando el izquierdo.
El tajo del cuero cabelludo lo cerró, previo afeite de la zona lastimada, con unos ganchitos de plástico inerte.
– ¿ Seguro que los perros no están rabiosos? – preguntó con desconfianza el hijo del Ampej.
– Puedo asegurarlo, – afirmó tío Kurt horrorizado –. Mordieron porque Yo lo ordené; son animales muy domesticados y me obedecen ciegamente. Jamás atacarían a nadie por sí mismos.
Movía la cabeza el Doctor mientras murmuraba algo sobre las dudas que albergaba en cuanto a la mansedumbre de los dogos del Tíbet.
Tres horas después se iba el Dr. Palacios y tío Kurt, luego de tomar las llaves que tenía en el saco Safari, entró el automóvil a la finca y lo estacionó adentro de su garaje.
El segundo día intenté levantarme pues volví en mí en un momento en que no había nadie en el cuarto. Sentí, entonces, una terrible debilidad y un mareo tal que casi caigo al suelo. Quedé sentado en el borde de la cama contemplando, no sin cierta curiosidad, el lugar en que me hallaba.
Era un cuarto sobriamente amueblado, con juego de dormitorio de nogal tallado y cama con mosquitero de encaje. Que estaba en un primer piso, lo deduje por el techo en pendiente y las gruesas vigas de quebracho que lo soportaban. En ese momento entró la vieja Juana y se espantó de verme sentado.
– Ay Señorcito – dijo la vieja – ¿ Cómo hace Usted estas cosas? Tiene que hacer reposo, así lo ordenó el Doctor.
Me empujaba firmemente por los hombros para forzarme a tomar la horizontalidad mientras Yo la dejaba hacer, asombrado por la actitud de la desconocida. Enseguida estuve acostado y tapado nuevamente en tanto la vieja no cesaba de protestar: – Señorcito, ha movido el brazo enyesado; eso no está bien; él se va a enojar... – Y... el Señor – pregunté tímidamente. – ¿ Don Cerino? Enseguida vendrá; – respondió la vieja – en cuanto le avise que Ud. ya se ha recobrado. Se acercó a la puerta de mi derecha – la otra daba a un baño según supe después – pero antes de salir se volvió y dijo: – Estese quieto Señorcito que pronto le traeré un caldo y una horchata de nueces – sonrió – verá como pronto recupera sus fuerzas. Conforme pasaron los días me fui reponiendo y quince días después ya bajaba al comedor y daba paseos por el parque contiguo a la casa.
Otros quince días más tarde me quitaron el yeso y, recién a los treinta y cinco días de haber llegado a Santa María, pude partir para Tafí del Valle en asombrosas circunstancias que luego narraré.
Al comienzo escribí varias veces a mis padres, mintiendo una supuesta investigación arqueológica en el Pucará de Loma Rica para tranquilizarlos por mi prolongada ausencia. También hablé por teléfono con el Dr. Cortez con el fin de solicitarle una extensión de quince días a mis vacaciones que expiraban en esos días, pero sólo accedió a ello cuando le informé que había sufrido un accidente.
Las cosas se ponían difíciles pues aún no había comenzado a averiguar el paradero del hijo de Belicena Villca y ya se acababan mis vacaciones. Sin embargo al partir de Santa María, la moral era alta y tenía más fe que nunca. A ello habían contribuido las prolongadas
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