¨El Misterio de Belicena Villca¨
explicaría suponiendo que la verdadera vida espiritual continuaba en el ámbito del rapto, del que jamás salí ni saldría, es decir, en el Infinito, y que esta aparente vida, vivida al“ término” de lo que no puede terminar, era en efecto una forma de muerte, una ilusión espiritual inexistente pero inevitable. Quizás, en efecto, estaba realmente muerto y por tal condición no temía ya a nada vivo; y mucho menos a la Muerte. Quizás todo fuese producto de aquella misteriosa semilla que la Virgen de Agartha soltase en el Ojo de Fuego del Espíritu. Yo, aún, no podía saberlo. Pero lo cierto, lo concreto, era que había recibido la ayuda espiritual solicitada, que, muerto o renacido, me sentía alegre y valeroso, que no temía a la Muerte ni temía matar, y que sentía que, extrañamente, mi Yo participaba del Infinito actual: sí, inequívocamente, me sentía indeterminado por el lado del Yo; todo cuanto contenía el Universo, incluida mi propia vida biológica, y el Universo mismo, eran limitados y perecederos: éste era el lado finito de mi ser, la Ilusión; mas ahora sabía con certeza que, en el Yo, se abría un abismo interminable: éste era el lado Infinito de mi ser, la Verdad.
Tal vez se comprenda en parte lo que entonces experimentaba recurriendo a una metáfora.
Imagínese a una persona acostumbrada a vivir en un bello bosque solitario. Los días transcurren allí suavemente, sin demasiadas sorpresas, y, si bien la lucha por la vida impone un permanente alerta, esta misma persistencia hace que la atención se mantenga dentro de niveles constantes y, al fin, rutinarios.
Se diría que este hombre“ domina la situación” de su vida cotidiana. Cerca de allí, sereno y manso, el lago ofrece el placer esporádico de un baño refrescante y reparador. Pero el lago no es un lugar seguro en el cual se pueda permanecer por mucho tiempo, como el bosque.
El agua no tiene la firmeza de la tierra y para sustentarse en ella es necesario disponer de un cierto control, de una cierta atención extra, exigencia que al final termina por cansar al hombre. Por eso las visitas al lago se regulan por la necesidad de pescar o el placer del baño. Un día este hombre, por error o audacia, genera una circunstancia que escapa a su control: el fuego, que le había ayudado a vivir hasta entonces, escapa al bosque, furioso y destructor. El hombre se queda estático o lucha por sofocarlo o blasfema desesperado; cualquier actitud da lo mismo; nada puede evitar la catástrofe pues el fuego ha superado su control, le ha sobrepasado. Las llamas se propagan por doquier consumiéndolo todo y se hace imprescindible buscar la salvación; pero ¿ a dónde ir? ¿ Dónde está la seguridad? De pronto, como un rayo, surge la luz: el lago.
Una ironía; el sitio donde nunca se le hubiera ocurrido buscar refugio, es ahora el único que ofrece posibilidad de sobrevivir al cambio brutal del mundo cotidiano, que se desvanece consumido por la hoguera voraz y asesina.
Corre; corre el hombre desesperado hacia el lago salvador. Atrás de él, un monstruo ardiente e implacable parece perseguirlo de cerca, crujiendo los dientes, rugiendo y arrojando bocanadas sofocantes.
Pero no es posible volverse a mirar, no habría otra oportunidad. Sólo queda ganar el lago, que nunca pareció quedar tan lejos como ahora. Finalmente, visión paradisíaca, gozo indescriptible, aparición mística, el lago emerge en su horizonte.
Fantásticamente calmo, es, para el que huye por milímetros a la muerte, un oasis de paz. Se arroja el hombre a las aguas protectoras y nada muchas brazadas, intuitivamente hacia el centro. Recién puede darse vuelta, momentáneamente, cuando está seguro entre las frescas aguas, y puede así mirar hacia su, hasta poco tiempo atrás, también seguro Mundo.
Considerando las analogías que ofrece esta metáfora con los sucesos que he narrado anteriormente, podrá comprenderse cual era mi estado espiritual. Como el hombre del ejemplo, al ver el bosque arder y transformarse desapareciendo por momentos entre el humo, lo que constituía su Mundo y su seguridad, así Yo también vi disolverse la realidad confiable y cotidiana en un fuego de maldad inconfundible.
Como el hombre de la metáfora que se sentía extrañamente seguro en las aguas del lago, hasta ayer volubles e ignotas, también Yo estaba ahora seguro y firme en las hasta ayer desconocidas aguas del Espíritu.
El hombre del bosque, mientras flotaba a salvo, miraba el mundo consumirse y pensaba: – he nacido de nuevo. También Yo me sentía renacido en el confín del Alma y sólo por este
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