El Misterio de Belicena Villca El Misterio de Belicena Villca Edición 2017 | Page 352
¨El Misterio de Belicena Villca¨
sentimiento inexpresable podría decirse que Yo era otro hombre, aunque esencialmente
siguiera siendo el mismo.
Capítulo VIII
Me dirigía, pues, a la casa de mis padres, imbuido de ese optimismo místico que sólo
experimentan los que se saben renacidos. Tomada la decisión de partir, sólo pensaba en los
fenómenos de la fatídica noche del 21 de Enero, tratando de interpretar su sentido
trascendente. En pocos minutos llegaría a Cerrillos, pero luego, estos pensamientos me
acompañarían por muchas horas del viaje que emprendería.
Treinta minutos después, conducía el coche por los doscientos metros del camino de
entrada en compañía del fiel perro Canuto.
Mis padres, que promediaban el desayuno, se sentían felices de verme y lo expresaban
entre saludos y risas.
Trataban de borrar, con su afecto, el recuerdo del desastre vivido. Yo agradecía
interiormente estos halagos, pues necesitaba adquirir reservas de paz y tranquilidad, en
previsión de futuros infortunios. Sabía que una hora más tarde, al partir, mi mente se
concentraría en analizar todos los pormenores del complicado embrollo en que me hallaba
comprometido.
–Dispones de un hermoso día para viajar –decía Papá mientras atacaba una salchicha
asada de apetitoso aspecto–. Conduce con cuidado, hijo, recuerda que por la mañana los
camioneros vienen medio dormidos.
–Descuida Papá; iré despacio y en tres horas estaré en Tucumán –afirmé sin mucha
convicción.
Katalina, mi hermana, me alcanzó la salchicha con huevos, los panecillos humeantes y el
café. Comprobé asombrado que se me hacía agua la boca de hambre, y caí en la cuenta de
que venía alimentándome mal desde varios días antes. Sentir hambre es, si hay con qué
saciarlo, siempre una señal de buena salud. No pensé más y me entregué, decididamente, a
consumir el desayuno.
La Finca posee un amplio comedor con un ventanal orientado al Este, de frente al camino
de entrada; pero por las mañanas el desayuno lo tomábamos en la cocina. Esta se encuentra
detrás del comedor, ocupando la pared Sur que tiene una gran ventana fija de cuatro metros
de largo con una mesa de madera rústica a la par. Toda la pared Oeste de la cocina, la ocupa
el fogón y el hogar contiguo.
Sentado frente a la ventana con vista a los viñedos, tomaba el desayuno en compañía de
los míos y revivía la nostalgia de muchos amaneceres semejantes. Pero una nube negra
turbaba mi Espíritu; una, como secreta voz, me advertía que quizá éste fuese el último
desayuno consumido de esa agradable manera. Y entonces Yo luchaba por ahuyentar tan
lúgubres presagios masticando con fiereza la salchicha asada...
–Hasta pronto Arturo –se despidió mi padre– voy a recorrer los canales de riego.
–Chau Papá –lo acompañé hasta la puerta trasera y me quedé mirándolo mientras se
alejaba hacia la caballeriza en busca de su viejo zaino. Minutos después lo veía alejarse al
trote por el camino que corre de Este a Oeste, paralelo a la acequia principal. Ya debía haber
partido pero me retrasaba adrede pues deseaba hablar a solas con Mamá.
Aún estaba en la cocina y bastó una seña para que solícitamente viniera junto a mí. Esta
actitud no le habría llamado normalmente la atención, pero cuando pasé una mano por su
hombro y comencé a hablar, un gesto de sorpresa se pintó en su rostro.
–Mamacita querida –le dije zalamero– deberías perdonarme si lo que voy a pedirte te
causa algún dolor...
–Sabes hijo que lo que tengo es tuyo... –cayó en la cuenta que no le solicitaba nada
material y su rostro se mostraba ahora francamente alarmado– ¿qué puedo hacer por ti
Arturo?
–Tranquilízate Mamá, sabes que no te causaría ninguna preocupación si no lo creyese
absolutamente necesario.
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