El Misterio de Belicena Villca El Misterio de Belicena Villca Edición 2017 | Page 34
¨El Misterio de Belicena Villca¨
creencia en las Eras o Grandes Años: durante un Gran Año se concretaba una parte del Plan
que los Dioses habían trazado para el hombre, su destino terrestre. El último Gran Año, que
duraría unos veintiséis mil años solares, habría comenzado miles de años antes, cuando el
Cisne del Cielo se aproximó a la Tierra y los hombres de la Atlántida vieron descender al Dios
Sanat: venía para ser el Rey del Mundo enviado por el Dios Sol Ton, el Padre de los Hombres,
Aquel que es Hijo del Dios Perro Sin. Los Atlantes morenos glorificaban el momento en que
Sanat llegó a la Tierra y difundían entre los pueblos nativos el Símbolo del Cisne como señal
de aquel recuerdo primigenio: de allí que el Símbolo del Cisne, y luego el de toda ave
palmípeda, fuese considerado universalmente como la evidencia de que un pueblo nativo
determinado había concertado el Pacto Cultural; vale decir, que aunque el Dios al que rendían
Culto los pueblos nativos fuese diferente, Beleno, Lug, Bran, Proteo, etc., la identificación
común con el Símbolo del Cisne delataba la institución del Pacto Cultural. Posteriormente, tras
la partida de los Atlantes, el pleito entre los pueblos nativos se simbolizaría como una lucha
entre el Cisne y la Serpiente, pues el conflicto era entre los partidarios del Símbolo del Cisne y
los que “comprendían al Símbolo de la Serpiente”; por supuesto, el significado de esa alegoría
sólo fue conocido por los Iniciados.
El Dios Sanat se instaló en el Trono de los Antiguos Reyes del Mundo, existente desde
millones de años antes en el Palacio Korn de la Isla Blanca Gyg, conocida posteriormente en
el Tíbet como Chang Shambalá o Dejung. Allí disponía para gobernar del concurso de
incontables Almas, pues la Isla Blanca estaba en la Tierra de los Muertos: sin embargo, a la
Isla Blanca sólo llegaban las Almas de los Sacerdotes, de aquellos que en todas las Épocas
habían adorado al Dios Creador. El Rey del Mundo presidía una Fraternidad Blanca o
Hermandad Blanca integrada por los más Santos Sacerdotes, vivos o muertos, y apoyada en
su accionar sobre la humanidad con el Poder de esos misteriosos Ángeles, Seraphim
Nephilim, que los Atlantes blancos calificaban de Dioses Traidores al Espíritu del Hombre: de
acuerdo a los Atlantes blancos, los Seraphim Nephilim sólo serían doscientos, pero su Poder
era tan grande, que regían sobre toda la Jerarquía Oculta de la Tierra; contaban, para ejercer
tal Poder, con la autorización del Dios Creador, y les obedecían ciegamente los Sacerdotes e
Iniciados del Pacto Cultural, quienes formaban en las filas de la “Jerarquía Oculta” o “Jerarquía
Blanca” de la Tierra. En resumen, en Chang Shambalá, en la Isla Blanca, existía la Fraternidad
Blanca, a cuya cabeza estaban los Seraphim Nephilim y el Rey del Mundo.
Cabe aclarar que la “blancura” predicada sobre la Mansión insular del Rey del Mundo o su
Fraternidad no se refería a una cualidad racial de sus moradores o integrantes sino a la
iluminación que indefectiblemente estos poseerían con respecto al resto de los hombres. La
Luz, en efecto, era la cosa más Divina, fuese la luz interior, visible por los ojos del Alma, o la
luz solar, que sostenía la vida y se percibía con los sentidos del cuerpo: y esta devoción
demuestra, una vez más, el materialismo metafísico que sustentaban los Atlantes morenos.
Según ellos, a medida que el Alma evolucionaba y se elevaba hacia el Dios Creador
“aumentaba su luz”, es decir, aumentaba su aptitud para recibir y dar luz, para convertirse
finalmente en pura luz: naturalmente esa luz era una cosa creada por Dios, vale decir, una
cosa finita, el límite de la perfección del Alma, algo que no podría ser sobrepasado sin
contradecir los Planes de Dios, sin caer en la herejía más abominable. Los Atlantes blancos,
contrariamente, afirmaban que en el Origen, más allá de las estrellas, existía una Luz
Increada que sólo podía ser vista por el Espíritu: esa luz infinita era imperceptible para el
Alma. Empero, aunque invisible, frente a ella el Alma se sentía como ante la negrura más
impenetrable, un abismo infinito, y quedaba sumida en un terror incontrolable: y eso se debía a
que la Luz Increada del Espíritu transmitía al Alma la intuición de la muerte eterna en la
que ella, como toda cosa creada, terminaría su existencia al final de un súper “Gran
Año” de manifestación del Dios Creador, un “Mahamanvantara”.
De modo que la “blancura” de la Fraternidad a la que pertenecían los Atlantes morenos no
provenía del color de la piel de sus integrantes sino de la “luz” de sus Almas: la Fraternidad
Blanca no era racial sino religiosa. Sus filas se nutrían sólo de Sacerdotes Iniciados, quienes
ocupaban siempre un “ justo lugar” de acuerdo a su devoción y obediencia a los Dioses. La
sangre de los vivos tenía para ellos un valor relativo: si con su pureza se mantenía
cohesionado al pueblo nativo aliado entonces habría que conservarla, mas, si la protección del
Culto requería del mestizaje con otro pueblo, podría degradarse sin problemas. El Culto sería
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