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mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a
los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un
pedazo de monte, con una mezcalera nada m&aacu te;s, pero donde
estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta
de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era
también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de
lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había
por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las
Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se
iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía
entre los encinos y no vol vía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era
todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué
había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me
gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los
Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz
para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba,
allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del
Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que
comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras
y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin
embargo, el maíz se pegaba bi en y los elotes que allí se daban eran
muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la
sal de tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de
echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se dab an en
Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo
eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de
Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese
viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban
callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les
sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el
mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos.
Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie
volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero
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