EL LLANO EN LLAMAS el-llano-en-llamas-de-juan-rulfo | Page 57
Los vivos desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo
pronto ya no estaban allí. Para la siguiente descarga tuvimos que
esperar. Alguno de nosotros gritó: "¡Viva Pedro Zamora !" Del otro lado
respondieron, casi en secreto: "¡Sálvame patroncito!¡Sálvame!¡Santo
Niño de Atocha, socórreme!" 'Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos
cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos,
haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los
muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos
las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre
un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más
seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se
quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la
barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después
que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones
espantados por la lumbre.
"¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!", nos
gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una
tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y
boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos
a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había
pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se
nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera
hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para
que dijera algo. Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus
cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos,
como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno.
Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar
seguro todavía, por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a
los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que
estuviera horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su
retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en
levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro
57