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nuestros; concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de
gozarnos en la desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos a
utilizar muníficamente nuestro esfuerzo en la reconstrucción de los
hogares destruidos hermanalmente dispuestos en los consuelos de los
hogares menoscabados por la muerte. Este lugar que yo visité hace
años, lejano entoces a toda ambición de poder, antaño feliz, hogaño
enlutecido, me duele. Sí, conciudadanos, me laceran las heridas de los
vivos por sus bienes perdidos y la clamante dolencia de los seres por sus
muertos insepultos bajo estos escombros que estamos presenciado.'"
—Allí también hubo aplausos, ¿verdad, Melitón?
—No, allí volvió a oírse el gritón de antes: "¡Exacto, señor
gobernador! Usted lo ha dicho." Y luego otro de más acá que dijo:
"¡Callen a ese borracho!"
—Ah, sí. Y hasta pareció que iba a haber un tumulto en la mera
cola de la mesa, pero todos se apaciguaron cuando el gobernador habló
de nuevo.
"Tuzcacuenses, vuelvo a insistir: me duele vuestra desgracia, pues
a pesar de lo que decía Bernal, el gran Bernal Díaz del Castillo: 'Los
hombres que murieron había sido contratados para la muerte', yo, en
los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me
duele!', con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera
inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas del
Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de
esta hecatombe nunca predecida ni deseada. Mi regencia no terminar
sin haberos cumplido. Por otra parte, no creo que la voluntad de Dios
haya sido la de causaros detrimento, la de desaposentaros...'"
—Y allí terminó. Lo que dijo después no me lo aprendís porque la
bulla que se soltó en las mesas de atrá creció y se volvió retedifícil
conseguir lo que él siguió diciendo.
—Es muy cierto, Melitón. Aquello estuvo de haberse visto. Con eso
les digo todo. Y es que el mismo sujeto de la comitiva se puso a gritar
otra vez: "¡Exacto! ¡Exacto!", con un chillidos que se oían hasta la calle.
Y cuando lo quisieron callar saco la la pistola y comenzó a darle de
chacamotas por encima de su cabeza mientras la descargaba contra el
techo. Y la gente que estaba allí de mirona hechó a correr a la hora de
los balazos. Y tumbó las mesas en la caída que llevaba y se oyó el
rompedero de platos y de vidrios y los botellazos que le tiraban al fulano
de la pistola para que se calmara, y que nomás se estrellaba en la
pared. Y el otro, que tuvo todavía tiempo de meter otro cargador al
arma y lo descargaba de nueva cuenta mientras se ladeaba de aquí para
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