El jugador - Fedor Dostoiewski
-pensaba yo-, está claro que lo es (pero ¿cuándo ha tenido tiempo
para llegar a serlo?); ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que no»
-me susurraba el sentido común. Pero el sentido común, por sí
solo, no basta en tales circunstancias. De todos modos, también
esto quedaba por aclarar. El asunto se complicaba de modo
desagradable.
Apenas entré en el hotel cuando el conserje y el Oberkellner, que
salía de su habitación, me hicieron saber que se preguntaba por
mí, que se me andaba buscando y que se había mandado tres
veces a averiguar dónde estaba; y me pidieron que me presentara
cuanto antes en la habitación del general. Yo estaba de pésimo
humor. En el gabinete del general se encontraban, además de
éste, Des Grieux y mademoiselle Blanche, sola, sin la madre.
Estaba claro que la madre era postiza, utilizada sólo para cubrir
las apariencias; pero cuando era cosa de bregar con un asunto de
verdad, entonces mademoiselle Blanche se las arreglaba sola. Sin
contar que la madre apenas sabía nada de los negocios de su
supuesta hija.
Los tres estaban discutiendo acaloradamente de algo, y hasta la
puerta del gabinete estaba cerrada, lo cual nunca había ocurrido
antes. Cuando me acerqué a la puerta oí voces destempladas -las
palabras insolentes y mordaces de Des Grieux, los gritos
descarados, abusivos y furiosos de Blanche y la voz quejumbrosa
del general, quien, por lo visto, se estaba disculpando de algo-. Al
entrar yo, los tres parecieron serenarse y dominarse. Des Grieux
se alisó los cabellos y de su rostro airado sacó una sonrisa, esa
sonrisa francesa repugnante, oficialmente cortés, que tanto
detesto. El acongojado y decaído general tomó un aire digno,
aunque un tanto maquinalmente. Sólo mademoiselle Blanche
mantuvo inalterada su fisonomía, que chispeaba de cólera. Calló,
fijando en mí su mirada con impaciente expectación. Debo
apuntar que hasta entonces me había tratado con la más absoluta
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