El jugador - Fedor Dostoiewski
mandarme un mediquillo, porque tengo que tomar las aguas. Y a
lo mejor se te olvida.
Me alejé de la abuela como si estuviera ebrio. Procuraba
imaginarme lo que sería ahora de nuestra gente y qué giro
tomarían los acontecimientos. Veía claramente que ninguno de
ellos (y, en particular, el general) se había repuesto todavía de la
primera impresión. La aparición de la abuela en vez del telegrama
esperado de un momento a otro anunciando su muerte (y, por lo
tanto, la herencia) quebrantó el esquema de sus designios y
acuerdos hasta el punto de que, con evidente atolondramiento y
algo así como pasmo que los contagió a todos, presenciaron las
ulteriores hazañas de la abuela en la ruleta. Mientras tanto, este
segundo factor era casi tan importante como el primero, porque
aunque la abuela había repetido dos veces que no daría dinero al
general, ¿quién podía asegurar que así fuera? De todos modos no
convenía perder aún la esperanza. No la había perdido Des
Grieux, comprometido en todos los asuntos del general. Yo estaba
seguro de que mademoiselle Blanche, que también andaba en
ellos (¡cómo no! generala y con una herencia considerable),
tampoco perdería la esperanza y usaría con la abuela de todos los
hechizos de la coquetería, en contraste con las rígidas y
desmañadas muestras de afecto de la altanera Polina. Pero ahora,
ahora que la abuela había realizado tales hazañas en la ruleta,
ahora que la personalidad de la abuela se dibujaba tan nítida y
típicamente (una vieja testaruda y mandona y tombée en
enfance); ahora quizá todo estaba perdido, porque estaba
contenta, como un niño, de «haber dado el golpe» y, como sucede
en tales casos, acabaría por perder hasta las pestañas. Dios mío,
pensaba yo (y, que Dios me perdone, con hilaridad rencorosa),
Dios mío, cada federico de oro que la abuela acababa de apostar
había sido de seguro una puñalada en el corazón del general,
había hecho rabiar a Des Grieux y puesto a mademoiselle de
Cominges al borde del frenesí, porque para ella era como
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