El jugador - Fedor Dostoiewski
esperaba mucho de esa mañana. Potapych y Marfa marchaban
inmediatamente detrás de la silla: él en su frac y corbata blanca,
pero con gorra; ella -una cuarentona sonrosada pero que ya
empezaba a encanecer- en chapelete, vestido de algodón
estampado y botas de piel de cabra que crujían al andar. La
abuela se volvía a ellos muy a menudo y les daba conversación.
Des Grieux y el general iban algo rezagados y hablaban de algo
con mucha animación. El general estaba muy alicaído; Des Grieux
hablaba con aire enérgico. Quizá quería alentar al general y al
parecer le estaba aconsejando. La abuela, sin embargo, había
pronunciado poco antes la frase fatal: «lo que es dinero no te
doy». Acaso esta noticia le parecía inverosímil a Des Grieux, pero
el general conocía a su tía. Yo noté que Des Grieux y
mademoiselle Blanche seguían haciéndose señas. Al príncipe y al
viajero alemán los columbré al extremo mismo de la avenida: se
habían detenido y acabaron por separarse de nosotros. Llegamos
al Casino en triunfo. El conserje y los lacayos dieron prueba del
mismo respeto que la servidumbre del hotel. Miraban, sin
embargo, con curiosidad. La abuela ordenó, como primera
providencia, que la llevaran por todas las salas, aprobando
algunas cosas, mostrando completa indiferencia ante otras, y
preguntando sobre todas. Llegaron por último a las salas de
juego. El lacayo que estaba de centinela ante la puerta cerrada la
abrió de par en par presa de asombro.
La aparición de la abuela ante la mesa de ruleta produjo gran
impresión en el público. En torno a las mesas de ruleta y al otro
extremo de la sala, donde se hallaba la mesa de trente et
quarante, se apiñaban quizá un centenar y medio o dos
centenares de jugadores en varias filas. Los que lograban llegar a
la mesa misma solían agruparse apretadamente y no cedían sus
lugares mientras no perdían, ya que no se permitía a los mirones
permanecer allí ocupando inútilmente un puesto de juego. Aunque
había sillas dispuestas alrededor de la mesa, eran pocos los
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