El jugador - Fedor Dostoiewski
-¡Aleksei Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay, Dios, se habrá visto
mastuerzo! -llegaban gritos de desesperación desde la escalinata
del hotel.
Fuimos casi corriendo al pórtico. Y cuando llegué al descansillo se
me cayeron los brazos de estupor y las piernas se me volvieron de
piedra.
Capítulo 9
En el descansillo superior de la ancha escalinata del hotel,
transportada peldaños arriba en un sillón, rodeada de criados,
doncellas y el numeroso y servil personal del hotel, en presencia
del Oberkellner, que había salido al encuent ro de una destacada
visitante que llegaba con tanta bulla y alharaca, acompañada de
su propia servidumbre y de un sinfín de baúles y maletas, sentada
como reina en su trono estaba... la abuela. Sí, ella misma,
formidable y rica, con sus setenta y cinco años a cuestas:
Antonida Vasilyevna Tarasevicheva, terrateniente y aristocrática
moscovita, la baboulinka, acerca de la cual se expedían y recibían
telegramas, moribunda pero no muerta, quien de repente aparecía
en persona entre nosotros como llovida del cielo. La traían, por
fallo de las piernas, en un sillón, como siempre en estos últimos
años, pero, también como siempre, marrullera, briosa, pagada de
sí misma, muy tiesa en su asiento, vociferante, autoritaria y con
todos regañona; en fin, exactamente como yo había tenido el
honor de verla dos veces desde que entré como tutor en casa del
general. Como es de suponer, me quedé ante ella paralizado de
asombro. Me había visto a cien pasos de distancia cuando la
llevaban en el sillón, me había reconocido con sus ojos de lince y
llamado por mi nombre y patronímico, detalle que, también según
costumbre suya, recordaba de una vez para siempre. «¡Y a ésta –
pensé- esperaban verla en un ataúd, enterrada y dejando tras sí
una herencia! ¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y a todo
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