beau
matin
El jugador - Fedor Dostoiewski
su príncipe desapareció sin dejar rastro.
Desaparecieron los caballos y el carruaje, desapareció todo. En el
hotel debían una suma enorme. Mademoiselle Zelma (en lugar de
Barberini empezó a llamarse de pronto mademoiselle Zelma) daba
muestras de la más profunda desesperación. Chillaba y gemía por
todo el hotel, y de rabia hizo jirones su vestido. Había entonces en
el hotel un conde polaco (todos los viajeros polacos son condes), y
mademoiselle Blanche, con aquello de rasgar su vestido y
arañarse el rostro como una gata con sus manos bellas y
perfumadas, produjo en él alguna impresión. Conversaron, y a la
hora de la comida ella había recobrado la calma. A la noche se
presentaron del brazo en el casino. Mademoiselle Zelma, según su
costumbre, reía con estrépito y en sus ademanes se notaba mayor
desenvoltura que antes. Entró sin más en esa clase de señoras
que, al acercarse a la mesa de la ruleta, dan fuertes codazos a los
jugadores para procurarse un sitio. Aquí, entre tales damas, se
considera eso como especialmente chic. Usted lo habrá notado,
sin duda.
-Sí.
-No vale la pena notarlo. Por desgracia para las personas
decentes, estas damas no desaparecen, por lo menos las que
todos los días cambian a la mesa billetes de mil francos. Pero
cuando dejan de cambiar billetes se les pide al momento que se
vayan. Mademoiselle Zelma seguía cambiando billetes; pero la
fortuna le fue aún más adversa. Observe que muy a menudo estas
señoras juegan con éxito; saben dominarse de manera
asombrosa. Pero mi historia toca a su fin. Llegó un momento en
que, al igual que el príncipe, desapareció el conde. Mademoiselle
Zelma se presentó una noche a jugar sola, ocasión en que nadie
se presentó a ofrecerle el brazo. En dos días perdió cuanto le
quedaba. Cuando hubo arriesgado su último louis d'or y lo hubo
perdido, miró a su alrededor y vio junto a sí al barón Burmerhelm,
que la observaba atentamente y muy indignado. Pero
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