El jugador - Fedor Dostoiewski
contrario, quizá me escuchasen; y le pedí que confesara que había
venido probablemente para averiguar qué medidas pensaba tomar
yo en este asunto.
-¡Por Dios santo! Puesto que el general está tan implicado, claro
que le gustará saber qué hará usted y cómo lo hará. Eso es
natural.
Yo me dispuse a darle explicaciones y él, arrellanándose
cómodamente, se dispuso a escucharlas, ladeando la cabeza un
poco hacia mí, con un evidente y manifiesto gesto de ironía en el
rostro. De ordinario me miraba muy por encima del hombro. Yo
hacía todo lo posible por fingir que ponderaba el caso con toda la
seriedad que requería. Dije que puesto que el barón se había
quejado de mí al general como si yo fuera un criado de éste, me
había hecho perder mi colocación, en primer lugar, y, en segundo,
me había tratado como persona incapaz de responder por sí
misma y con quien ni siquiera valía la pena hablar. Por supuesto
que me sentía ofendido, y con sobrado motivo; pero, en
consideración de la diferencia de edad, del nivel social, etc., etc.
(y aquí apenas podía contener la risa), no quería aventurarme a
una chiquillada más, como sería exigir satisfacción directamente
del barón o incluso sencillamente sugerir que me la diera. De
todos modos, me juzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, a
la baronesa en particular, tanto más cuanto que últimamente me
sentía de veras indispuesto, desquiciado y, por así decirlo,
antojadizo, etc., etc. No obstante, el barón, con su apelación de
ayer al general, ofensiva para mí, y su empeño en que el general
me privase de mi empleo, me había puesto en situación de no
poderles ya ofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puesto que
él, y la baronesa, y todo el mundo pensarían de seguro que lo
hacía por miedo, a fin de ser repuesto en mi cargo. De aquí que
yo estimase necesario pedir ahora al barón que fuera él quien
primero me ofreciera excusas, en los términos más moderados,
diciendo, por ejemplo, que no había querido ofenderme en
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