El jugador - Fedor Dostoiewski
¡y con qué orgullo y altivez sabe mirar con ellos! Hace cuatro
meses, a raíz de mi llegada, estaba ella hablando una noche en la
sala con Des Grieux. La conversación era acalorada. Y ella le
miraba de tal modo... que más tarde, cuando fui a acostarme,
saqué la conclusión de que acababa de darle una bofetada. Estaba
de pie ante él y mirándole... Desde esa noche la quiero.
Pero vamos al caso.
Por una vereda entré en la avenida, me planté en medio de ella y
me puse a esperar al barón y la baronesa. Cuando estuvieron a
cinco pasos de mí me quité el sombrero y me incliné.
Recuerdo que la baronesa llevaba un vestido de seda de mucho
vuelo, gris oscuro, con volante de crinolina y cola. Era mujer
pequeña y de corpulencia poco común, con una papada gruesa y
colgante que impedía verle el cuello. Su rostro era de un rojo
subido; los ojos eran pequeños, malignos e insolentes. Caminaba
como si tuviera derecho a todos los honores. El marido era alto y
seco. Como ocurre a menudo entre los alemanes, tenía la cara
torcida y cubierta de un sinfín de pequeñas arrugas. Usaba lentes.
Tendría unos cuarenta y cinco años. Las piernas casi le
empezaban en el pecho mismo, señal de casta. Ufano como pavo
real. Un tanto desmañado. Había algo de carnero en la expresión
de su rostro que alguien podría tomar por sabiduría.
Todo esto cruzó ante mis ojos en tres segundos.
Mi inclinación de cabeza y mi sombrero en la mano atrajeron
poco a poco la atención de la pareja. El barón contrajo
ligeramente las cejas. La baronesa navegaba derecha hacia mí.
-Madame la baronne -articulé claramente en voz alta,
acentuando cada palabra-, j'ai I'honneur d'étre votre esclave.
Me incliné, me puse el sombrero y pasé junto al barón, volviendo
mi rostro hacia él y sonriendo cortésmente.
Polina me había ordenado que me quitara el sombrero, pero la
inclinación de cabeza y el resto de la faena eran de mi propia
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