El jugador - Fedor Dostoiewski
mademoiselle Blanche. Pero esto en cuanto a su propio dinero. En
lo tocante a mis cien mil francos, me dijo más tarde, sin rodeos
que los necesitaba para su instalación inicial en París: «puesto que
ahora me establezco como Dios manda y durante mucho tiempo
nadie me quitará del sitio; al menos así lo tengo proyectado»
-añadió. Yo, sin embargo, casi no vi esos cien mil francos. Era ella
la que siempre guardaba el dinero, y en mi faltriquera, en la que
ella misma huroneaba todos los días nunca había más de cien
francos y casi siempre menos.
-¿Pero para qué necesitas dinero? -me preguntaba de vez en
cuando con la mayor sinceridad; y yo no disputaba con ella. Ahora
bien, con ese dinero iba amueblando y decorando su apartamento
bastante bien, y cuando más tarde me condujo al nuevo domicilio
me decía enseñándome las habitaciones: «Mira lo que con cálculo
y gusto se puede hacer aun con los medios más míseros». Esa
miseria ascendía, sin embargo, a cincuenta mil francos, ni más ni
menos. Con los cincuenta mil restantes se procuró un carruaje y
caballos, amén de lo cual dimos dos bailes, mejor dicho, dos
veladas a las que asistieron Hortense y Lisette y Cléopátre,
mujeres notables por muchos conceptos y hasta bastante guapas.
En esas dos veladas me vi obligado a desempeñar el estúpido
papel de anfitrión, recibir y entretener a comerciantes ricos e
imbéciles, inaguantables por su ignorancia y descaro, a varios
tenientes del ejército, a escritorzuelos miserables y a insectos del
periodismo, que llegaban vestidos de frac muy a la moda, con
guantes pajizos, y dando muestras de un orgullo y una arrogancia
inconcebibles aun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya es
decir. Se les ocurrió incluso reírse de mí, pero yo me emborraché
de champaña y fui a tumbarme en un cuarto trasero. Todo esto
me resultaba repugnante V