El jugador - Fedor Dostoiewski
En ese momento estaba yo poniéndole la otra media, pero no
pude contenerme y le besé el pie. Ella lo retiró y con la punta de
él comenzó a darme en la cara. Acabó por echarme de la
habitación.
-Eh bien, mon outchitel, je t'attends, si tu veux, ¡dentro de un
cuarto de hora me voy! -gritó tras mí.
Cuando volvía a mi cuarto me sentía como mareado. Pero, al fin
y al cabo, no tengo yo la culpa de que mademoiselle Polina me
tirara todo el dinero a la cara ni de que ayer, por añadidura,
prefiriera míster Astley a mí. Algunos de los billetes estaban aún
desparramados por el suelo. Los recogí. En ese momento se abrió
la puerta y apareció el Oberkellner (que antes ni siquiera quería
mirarme) con la invitación de que, si me parecía bien, me mudara
abajo, a un aposento soberbio, ocupado hasta poco antes por el
conde V.
Yo, de pie, reflexioné.
-¡La cuenta! -exclamé-. Me voy al instante, en diez minutos.
«Pues si ha de ser París, a París» -pensé para mis adentros. Es
evidente que ello está escrito.
Un cuarto de hora después estábamos, en efecto, los tres
sentados en un compartimiento reservado: mademoiselle Blanche,
madame veuve Cominges y yo. Mademoiselle Blanche me miraba
riéndose, casi al borde de la histeria. Veuve Cominges la
secundaba; yo diré que estaba alegre. Mi vida se había partido en
dos, pero ya estaba acostumbrado desde el día antes a arriesgarlo
todo a una carta. Quizá, y efectivamente es cierto, ese dinero era
demasiado para mí y me había trastornado. Peut-étre, je ne
demandais pas mieux. Me parecía que por algún tiempo -pero sólo
por algún tiempo- había cambiado la decoración. «Ahora bien,
dentro de un mes estaré aquí, y entonces... y entonces nos
veremos las caras, míster Astley.» No, por lo que recuerdo ahora
ya entonces me sentía terriblemente triste, aunque rivalizaba con
la tonta de Blanche a ver quién soltaba las mayores carcajadas.
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