El jugador - Fedor Dostoiewski
allí a la primera ojeada. No puedo aguantar el servilismo que
delatan las crónicas de todo el mundo, y sobre todo las de
nuestros periódicos rusos, en las que cada primavera los que las
escriben hablan de dos cosas: primera, del extraordinario
esplendor y lujo de las salas de juego en las «ciudades de la
ruleta» del Rin; y, segunda, de los montones de oro que, según
dicen, se ven en las mesas. Porque en definitiva, no se les paga
por ello, y sencillamente lo dicen por puro servilismo. No hay
esplendor alguno en estas salas cochambrosas, y en cuanto a oro,
no sólo no hay montones de él en las mesas, sino que apenas se
ve. Cierto es que alguna vez durante la temporada aparece de
pronto un tipo raro, un inglés o algún asiático, un turco, como
sucedió este verano, y pierde o gana sumas muy considerables;
los demás, sin embargo, siguen jugándose unos míseros gulden, y
la cantidad que aparece en la mesa es por lo general bastante
modesta.
Cuando entré en la sala de juego (por primera vez en m vida)
dejé pasar un rato sin probar fortuna. Además, la muchedumbre
era agobiante. Sin embargo, aunque hubiera estado solo, creo que
en esa ocasión me hubiera marchado sin jugar. Confieso que me
latía fuertemente el corazón y que no las tenía todas conmigo;
muy probablemente sabía, y había decidido tiempo atrás, que de
Roulettenburg no saldría como había llegado; que algo radical y
definitivo iba a ocurrir en mi vida. Así tenía que ser y así sería. Por
ridícula que parezca mi gran confianza en los beneficios de la
rule ta, más ridícula aún es la opinión corriente de que es absurdo
y estúpido esperar nada del juego. ¿Y por qué el juego habrá de
ser peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, por
ejemplo, el comercio? Una cosa es cierta: que de cada ciento gana
uno. Pero eso ¿a mí qué me importa?
En todo caso, decidí desde el primer momento observarlo todo
con cuidado y no intentar nada serio, en esa ocasión. Si algo
había de ocurrir esa noche, sería de improviso, y nada del otro
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