El jugador - Fedor Dostoiewski
odiosa. Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos
una conversación) en que hubiera dado media vida por
estrangularla. Juro que si hubiera sido posible hundirle un cuchillo
bien afilado en el seno, creo que lo hubiera hecho con placer. Y,
no obstante, juro por lo más sagrado que si en el Schlangenberg,
en esa cumbre tan a la moda, me hubiera dicho efectivamente:
«¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta con gusto. Yo lo
sabía. De una manera u otra había que resolver aquello. Ella, por
su parte, lo comprendía perfectamente, y sólo el pensar que yo
me daba cuenta justa y cabal de su inaccesibilidad para mí, de la
imposibilidad de convertir mis fantasías en realidades, sólo el
pensarlo, estaba seguro, le producía extraordinario deleite; de lo
contrario, ¿cómo podría, tan discreta e inteligente como es,
permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me antoja
que hasta entonces me había mirado como aquella emperatriz de
la antigüedad que se desnudaba en presencia de un esclavo suyo,
considerando que no era hombre. Sí, muchas veces me
consideraba como sí no fuese hombre...
Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la
manera que fuese. No tenía tiempo para pensar con qué fin y con
cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas combinaciones
surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además,
en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos
factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar
todo ello, adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor.
Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir a la ruleta.
Capítulo 2
Confieso que el mandato me era desagradable, porque aunque
había resuelto jugar no había previsto que empezaría jugando por
cuenta ajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entré en las
salas de juego con ánimo muy desabrido. No me gustó lo que vi
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