El jugador - Fedor Dostoiewski
Creo que eran las siete de la mañana, poco mas o menos,
cuando desperté. El sol alumbraba la habitación. Polina estaba
sentada junto a mí y miraba en torno suyo de modo extraño,
como si estuviera saliendo de un letargo y ordenando sus
recuerdos. También ella acababa de despertar y miraba
atentamente la mesa y el dinero. A mí me pesaba y dolía la
cabeza. Quise coger a Polina de la mano, pero ella me rechazó y
de un salto se levantó del sofá. El día naciente se anunciaba
encapotado; había llovido antes del alba. Se acercó a la ventana,
la abrió, asomó la cabeza y el pecho y, apoyándose en los brazos,
con los codos pegados a las jambas, pasó tres minutos sin
volverse hacia mí ni escuchar lo que le decía. Me pregunté con
espanto qué pasaría ahora y cómo acabaría esto. De pronto se
apartó de la ventana, se acercó a la mesa y, mirándome con una
expresión de odio infinito con los labios temblorosos de furia, me
dijo:
-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos!
-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a decir.
-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te
arrepientes?
En la mesa había veinticinco mil florines contados ya la noche
antes. Los tomé y se los di.
-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no es eso? -me preguntó
aviesamente con el dinero en las manos.
-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.
-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos! -levantó el brazo y
me los tiró. El paquete me dio un golpe cruel en la cara y el dinero
se desparramó por el suelo. Hecho esto, Polina salió corriendo del
cuarto.
Sé, claro, que en ese momento no estaba en su juicio, aunque no
comprendo esa perturbación temporal. Cierto es que aun hoy día,
un mes después, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la causa de ese
estado suyo y, sobre todo, de esa salida? ¿El amor propio
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