El jugador - Fedor Dostoiewski
cantidad en una sola sesión se suspendería la ruleta hasta el día
siguiente. Eché mano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillo,
recogí los billetes y pasé seguidamente a otra sala, donde había
otra mesa de ruleta; tras mí, agolpada, se vino toda la gente. Al
instante me despejaron un lugar y empecé de nuevo a apostar sin
orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que me salvó!
Pero de vez en cuando empezaba a hurgarme un conato de
cautela en el cerebro. Me aferraba a ciertos números y
combinaciones, pero pronto los dejaba y volvía a apuntar
inconscientemente. Estaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdo
que los crupieres corrigieron mi juego más de una vez. Cometí
errores groseros. Tenía las sienes bañadas en sudor y me
temblaban las manos. También vinieron trotando los polacos con
su oferta de servicios, pero yo no escuchaba a nadie. La suerte no
me volvió la espalda. De pronto se oyó a mi alrededor un rumor
sordo y risas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, y algunos incluso
aplaudieron. Recogí allí también treinta mil florines y la banca fue
clausurada hasta el día siguiente.
-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz de alguien a mi derecha.
Era la de un judío de Francfort que había estado a mi lado todo
ese tiempo y que, al parecer, me había ayudado de vez en cuando
en mi juego.
~¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a mi izquierda otra voz.
Vi en una rápida ojeada que era una señora al filo de la treintena,
vestida muy modesta y decorosamente, de rostro fatigado, de
palidez enfermiza, pero que aun ahora mostraba rastros de su
peregrina belleza anterior. En ese momento estaba yo
atiborrándome el bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, y
recogía el oro que quedaba en la mesa. Al levantar el último
paquete de cincuenta federicos de oro logré ponerlo en la mano
de la pálida señora sin que nadie lo notara. Sentí entonces
grandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedos finos y
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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