El jugador - Fedor Dostoiewski
no tengo otra cosa que hacer durante las veladas. ¡Cosa rara!
Para ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de
aquí las novelas de Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que
casi no puedo aguantar, pero las leo y me maravillo de mí mismo:
es como si temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra
ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar. Se diría que
este sueño repulsivo, con las impresiones que ha traído consigo,
me es tan amable que no permito que nada nuevo lo roce por
temor a que se disipe en humo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí,
sin duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarenta
años...
Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo, todo ello se puede
contar ahora parcial y brevemente: no se puede, en absoluto,
decir lo mismo de las impresiones...
En primer lugar, acabemos con la abuela. Al día siguiente perdió
todo lo que le quedaba. No podía ser de otro modo: cuando una
persona así se aventura una vez por ese camino es igual que si se
deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de
nieve: va cada vez más de prisa. Estuvo jugando todo el día,
hasta las ocho de la noche. Yo no presencié el juego y sólo sé lo
que he oído contar a otros.
Potapych pasó con ella en el Casino todo el día. Los polacos que
dirigían el juego de la abuela se relevaron varias veces durante la
jornada. Ella empezó mandando a paseo al polaco del día antes, al
que había tirado del pelo, y tomó otro, pero éste resultó casi peor.
Cuando despidió al segundo y volvió a tomar el primero -que no
se había marchado sino que durante su ostracismo había seguido
empujando tras la silla de ella y asomando a cada minuto la
cabeza-, la abuela acabó por desesperarse del todo. El segundo
polaco, a quien había despedido, tampoco quería irse por nada del
mundo; uno se colocó a la derecha de la señora y otro a la
izquierda. No paraban de reñir y se insultaban con motivo de las
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