El jugador - Fedor Dostoiewski
habría tiempo de apostar una cantidad considerable. Pero estaba
tan impaciente que, si bien accedió al principio, fue del todo
imposible refrenarla a la hora de jugar. No bien empezó a ganar
posturas de diez o veinte federicos de oro, se puso a darme con el
codo:
-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si en lugar de diez
hubiéramos apostado cuatro mil, habríamos ganado cuatro mil. ¿Y
ahora qué? ¡Tú tienes la culpa, tú solo!
Y aunque irritado por su manera de jugar, decidí por fin callarme
y no darle más consejos.
De pronto se acercó Des Grieux. Los tres estaban allí al lado. Yo
había notado que mademoiselle Blanche se hallaba un poco aparte
con su madre y que coqueteaba con el príncipe. El general estaba
claramente en desgracia, casi postergado. Blanche ni siquiera le
miraba, aunque él revoloteaba en torno a ella a más y mejor.
¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía, temblaba y hasta apartaba
los ojos del juego de la abuela. Blanche y el principito se fueron
por fin y el general salió corriendo tras ellos.
-Madame, madame -murmuró Des Grieux con voz melosa, casi
pegándose al oído de la abuela-. Madame, esa apuesta no
resultará... no, no, no es posible... -dijo chapurreando el ruso-,
¡no!
-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme! -contestó la
abuela, volviéndose a él. De pronto Des Grieux se puso a
parlotear rápidamente en francés, a dar consejos, a agitarse; dijo
que era preciso anticipar las probabilidades, empezó a citar
cifras... la abuela no entendía nada. Él se volvía continuamente a
mí para que tradujera; apuntaba a la mesa y señalaba algo con el
dedo; por último, cogió un lápiz y se dispuso a apuntar unos
números en un papel. La abuela acabó por perder la paciencia.
-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más que tonterías! «Madame,
madame» y ni él mismo entiende jota de esto. ¡Fuera!
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