EL HIJO DEL VIENTO El Hijo del Viento - Henning Mankell | Page 94

con anguilas vivas. Padre vigiló de cerca y personalmente la carga de las cajas en que había embalado los cuadros con los insectos y, de vez en cuando, le gritaba a la tripulación que tuviesen cuidado. En la mente de Daniel, los tripulantes, con sus pantalones deshilachados y calzados con zuecos, se transformaron en boy eros del desierto. Hombres que se veían obligados a transportar cuanto los blancos necesitaban en sus expediciones. Uno de sus recuerdos más tempranos era el de aquella ocasión en que Kiko y Be y los demás montaron el campamento en un lugar colindante con la Montaña de las Cebras. Él era tan pequeño que Be aún lo llevaba a la espalda cuando no tenía fuerzas para seguir caminando. Sin embargo, era capaz de evocar claramente que los blancos levantaban sus tiendas en el desierto. Entre las tiendas tenían mesas con manteles de color blanco. Kiko, que era el guía del grupo en aquella ocasión, optó por apartarse de forma discreta, pues sabía que a veces los hombres blancos que viajaban por el desierto eran capaces de empezar a disparar de pronto, como si hubiesen descubierto una manada de animales en lugar de un grupo de personas. Los porteadores se calentaban en sus propias hogueras. Cuando los blancos los llamaban, acudían de inmediato. Los caracterizaba una sumisa premura, cada movimiento suy o constituía una expresión del miedo. Daniel lo entendió, pese a que era tan pequeño. Cuando vio a los marineros y oy ó los rugidos de Padre, crey ó reconocer su conducta. Se sorprendió mucho. Aquello significaba que en aquel país había personas que llevaban el miedo en los pies y en las manos. El capitán del barco no vestía uniforme. Se había enrollado una bufanda alrededor de la cabeza, pues tenía dolor de muelas. Siempre andaba con una botella en la mano, o colgada de una cuerda que llevaba al cuello. A Daniel no le pasó inadvertido que, en un principio, estuvo muy reacio a llevarlo consigo en la travesía. Padre se vio obligado a pagar el doble por él; después le explicó enojado que el capitán era un supersticioso, que creía en el mal sobrenatural y que, según él, se hundirían si llevaban a bordo a un ser humano que parecía un gato negro. Finalmente cedió, no obstante, y les dieron un pequeño camarote situado en la popa, que apestaba a pescado podrido. Padre retiró los colchones y las mantas, pues estaban plagados de pulgas. —Es mejor que durmamos con la ropa puesta —aseguró—. De lo contrario llegaremos a nuestro destino sin carne y sin sangre. A última hora de la tarde, cuando empezó a soplar una leve brisa del sur, soltaron amarras, izaron las velas y abandonaron el puerto. Navegaron por un canal al este del cual se extendía una isla. Daniel estaba en cubierta viendo cómo los marineros trajinaban con los cabos. Hablaban un dialecto incomprensible para él, aunque entendió que se referían a él y que sus palabras no eran amables. En el extremo de proa encontró un cabo deshilachado que no tardó en